Matilde Canabal Vilaró, heredera de una larga tradición familiar de médicos, homenajea a quien se convirtiera en su mentor y amigo. El texto se gestó en el marco del Taller de Escritura Vivencial, a partir de la consigna "Mi personaje inolvidable". Agradecemos a la autora que nos permita compartirlo y las fotos que lo ilustran.
Heredera de una clara vocación por la Medicina Clínica —la primera mujer, tras los pasos de mi bisabuelo, abuelo y padre— desde mis años preuniversitarios comencé a visitar el Hospital Pasteur, donde papá era el Jefe de Servicio de Cardiología. Como me quedaba cerca de mi centro de estudios, con su consentimiento dedicaba algunos ratos libres a incursionar entre los muros de los vetustos pasillos y consultorios, donde adivinaba y saboreaba los primeros secretos de ese mundo fascinante. Allí conocí a Vicente, uno de los colaboradores más cercanos al Jefe.
Lo primero que llamó mi atención fue su aspecto afable, una contundente armazón de pasta que sostenía unos gruesos cristales y unas cuantas hebras de pelo castaño peinadas de una manera especial, para tratar de disimular una calva que ya se hacía notar. Pinta de buen tipo, pensé.
Conectamos de entrada. Nunca dejaba de explicarme, adaptando el tema a mi básico nivel de conocimiento. Me enseñó las claves del trato con el paciente y la manera de realizar un buen examen físico. Alguna vez me invitaba a participar de manera más activa;
—¿Me acompañás a la Sala 2 a ver un paciente? Lo operan en unos días y pidieron una valoración cardiológica.
Yo, sin chistar, lo seguía raudamente, enfundada en una impecable túnica blanca.
—Presta atención al interrogatorio. Cualquier duda, después lo hablamos.
Me sentía protagonista.
Casi sin darnos cuenta, de manera natural, se fue forjando una relación filial entre la hija del Jefe y Vicente, su mano derecha. Ese vínculo se solidificó con el tiempo. Tanto, que yo me convertiría en sus ojos y Vicente, en mi ángel de la guarda.
*
Dos noches después de nuestro primer encuentro en el Pasteur, me acerco a mi padre después de cenar. Enfila hacia el escritorio, donde fumará un cigarrillo y echará un vistazo al diario antes de acostarse. Busca el encendedor y prende el pucho. Se acomoda los anteojos. Este gesto me da pie para sacar el tema:
—Papá, no quise preguntarle directamente al Dr. Ballo… Pero el otro día me llamó mucho la atención el aspecto de sus lentes. Y cierta asimetría en sus ojos.
—En realidad, Matilde, es consecuencia de un serio accidente de tránsito, al inicio de su desempeño como Médico de Guardia en la Ambulancia. Era una cruda noche de invierno y se trasladaba a hacer un domicilio hacia una zona periférica, en plena tormenta. Se veía muy poco. El chofer hizo una mala maniobra y perdió el control. Chocaron de frente contra un auto que venía por la otra mano. Terrible impacto.
—¡Qué horror! ¿Todos se salvaron?
—El que manejaba el otro auto murió en el acto. Al chofer de la ambulancia lo operaron varias veces por fracturas múltiples. La recuperación le llevó meses. Vicente sufrió un grave traumatismo de cráneo y una lesión severa en uno de los ojos. Lo peor es que con el tiempo empeorará, de manera irreversible.
—No te puedo creer… ¡Pobre hombre!
Vicente hacía lo posible por disimular esa limitación visual. Los más cercanos tratábamos de allanarle el camino. Él aguzaba imperceptiblemente sus otros sentidos y descubría detalles ocultos para los demás, con su tacto exquisito y su oído sutil.
Cuando más adelante nos tocó compartir tardes de consultorio, me trasmitía con todo detalle los hallazgos de la auscultación cardíaca o la palpación del abdomen de los pacientes. Por mi parte, yo le leía en voz alta antecedentes de la historia clínica y resultados impresos de exámenes de laboratorio o informes de estudios radiológicos. Entre los dos íbamos construyendo el diagnóstico clínico y ensayando el mejor esquema de tratamiento.
Como un mecanismo de relojería.
*
Se preguntarán cómo llegamos a trabajar juntos.
Así como mi padre eligió a Vicente como su colaborador cercano para organizar el Servicio de Cardiología del Pasteur, él hizo lo mismo conmigo unos años después. La historia se repetía.
La muerte de mi padre, en plena actividad aún, nos tomó a todos por sorpresa. A mí me encontró recién recibida, con muy poca experiencia clínica y sin trabajo estable. Ahora, además, me faltaba papá, bajo cuya ala siempre me había sentido protegida.
Sin dudarlo, Vicente me propuso tomar bajo su responsabilidad la continuación del consultorio de su jefe, que gozaba de un sólido prestigio y contaba con una extensa lista de pacientes. Y sumarme al equipo.
—¿Qué te parece el plan, Matilde ? Yo podría acompañarte lunes y viernes por la tarde. Quizás para los miércoles podríamos hablar con otro colega de confianza. Tú estarías los tres días con nosotros y te encargarías además de los aspectos prácticos del consultorio.
Yo no lograba aterrizar. Primero, la muerte de mi padre y ahora, esta idea. Todo me parecía cuento:
—¿Le parece, Vicente? ¿Estaré a la altura? ¿Podré hacerlo?
—Creo que tenemos que intentarlo, Negrita.
Y así empezó otro capítulo de mi vida, con la incondicional protección de Vicente, que agradecía a través de mí su propia historia profesional de la mano de mi padre.
*
De una u otra manera, siempre estuvo presente en momentos decisivos de mi vida. Había acompañado el féretro de papá el día de su entierro, sin dejar de apoyar su mano en mi hombro.
Luego, siguió respaldando mi aprendizaje en el postgrado de cardiología del Pasteur, donde otro cardiólogo con carrera docente había tomado las riendas de la especialización. Comentaba conmigo los casos más interesantes:
—¿Notaste el pulso irregular del paciente del consultorio 3? Algo más que simples variaciones vinculadas al ciclo respiratorio…
—Mmm… No estoy segura de haberme dado cuenta.
—Volvé a auscultarlo. Ya vas a ver…
Y ahí nomás volvía a desplegar el electrocardiograma, se lo acercaba bien a los anteojos y, corroborando sus sospechas con una gran lupa, me marcaba lo más significativo del trazado.
Supo además formar parte del Tribunal de mi examen final para lograr el título de cardióloga. Yo me moría de miedo, las manos me traspiraban, el corazón se me salía por la boca. Al hacer la exposición del caso clínico que me había tocado, omití un detalle importante. Vicente, haciéndose el distraído, comentó en voz alta:
—Me pareció escuchar, cuando le preguntabas al paciente sobre sus antecedentes, que él te mencionó un prolapso de la válvula mitral. Como bien sabemos, esa puede ser otra causa predisponente para la endocarditis infecciosa, que tan bien diagnosticaste.
—Sí, claro, fue uno de mis planteos iniciales…
Creo que nadie advirtió la mirada cómplice que cruzamos.
Mi mentor no podía quedar fuera de la dedicatoria que encabezaba la monografía final de mi postgrado:
“A la memoria de mi padre, Dr. Eduardo Joaquín Canabal, inspirador de cada una de las líneas de este trabajo. Al Dr. Vicente Ballo, pilar insustituible en los primeros años de mi actuación profesional”.
También se hizo presente en aspectos personales de mi vida.
Fue testigo de mi casamiento con Antonio e invitado especial al bautismo de cada uno de mis cinco hijos. Se convirtió en parte de mi familia. Me llamaba por teléfono para mi cumpleaños y no faltaba su saludo cariñoso y especial en cada Domingo de Pascua, Navidad y hasta en el Día de la Madre.
Parecía un vínculo indestructible. Sin embargo, un buen día sus llamadas comenzaron a espaciarse. Hasta desaparecer.
Con los avatares de mi trabajo como médico, el cuidado de mis hijos y familia, mis idas al campo a acompañar a Antonio y de la vida misma, pasó el tiempo. Y cambiaron las realidades.
El consultorio de papá casi no funcionaba, por nuevos enfoques en la modalidad de la asistencia médica en el país. Me encargaba sola de atender a los pocos pacientes que aún concurrían. También me desempeñaba como ecocardiografista en el Pasteur, donde la influencia de Vicente y el antecedente profesional de mi padre me habían sido de utilidad para obtener un cargo. Completaba mi quehacer médico como cardióloga en el Hospital Británico.
Vicente, por su parte, había vuelto a sus tareas como gestor en una mutualista local, de donde era cooperativista desde su fundación. Sus ojos, ya muy nublados, no resultaban tan problemáticos para esa tarea.
*
Pasó mucho tiempo. Hace casi diez años, un fin de semana, atiendo el teléfono de línea que suena en forma insistente. Escucho una voz que aún me resulta muy familiar:
—¿Matilde? —atina a preguntar…
—¡Vicente! —exclamo con sorpresa… –¡No puedo creer! ¡Qué alegría!
—Hola, Negrita ¿cómo estás? Hace tiempo que quería hablar contigo. ¿Cómo han pasado todos estos años? ¿Cómo andan los chicos y Antonio?
Se hace un silencio penoso y prolongado. Trato de que no se quiebre mi voz al responder:
—Los chicos todos bien, por suerte… pero me parece que no se enteró de que Antonio falleció en un accidente de auto en el campo. Hace dos años ya…
Del otro lado del tubo, todo se detiene. Después de unos segundos eternos, a duras penas y con voz entrecortada, Vicente responde:
—Ay Matilde, ¡no sé qué decirte! No supimos nada…me estoy enterando por ti. Te pido mil disculpas por no haberte acompañado en tan duro trance.
Ninguno de los dos puede seguir con la conversación y la damos por terminada con monosílabos y saludos escuetos.
*
Otra vez pasan años.
Temprano una mañana, leo en el whatsapp de un grupo de amigas:
—Chicas, falleció el papá de Mariana. ¿Alguna va a velorio?
Por suerte mi consulta ese día empieza a las 13 y puedo ir un rato a acompañar a mi amiga.
Ya en el lugar, después de dar un largo y apretado abrazo a Mariana, siento que me llaman por mi nombre, en voz baja. Aunque pasaron muchos años reconozco a Alberto, tío de Mariana, otro dilecto discípulo de mi padre del postgrado de Cardiología. Después de los saludos de rigor, me sorprende con una revelación:
—¿Sabes que Vicente vive? Hasta el año pasado, por lo menos, en que estuve con él varias veces. Incluso fui a visitarlo a su casa. Está ciego y algo desmemoriado. Han pasado varios meses, no me animo a llamar… ya tiene 92…
Me abruman sentimientos encontrados: alegría por saber de él, incertidumbre por este último año. Tristeza por enterarme —aunque estaba cantado—de su ceguera definitiva.
Me repongo y, casi sin darme cuenta, expreso:
—¿Me podés pasar su número de teléfono? Hace tiempo que perdí contacto con él y me gustaría llamarlo.
—Le darías una gran alegría, Matilde. Te aprecia mucho. El celular ya hace tiempo que lo maneja su esposa. Pero descuento que les va a encantar saber de ustedes.
*
Tardo dos o tres días en juntar coraje. Decido mandar primero un mensaje, como tanteando el terreno. No bien termino de escribir el texto, veo en la pantalla: “Llamada entrante, Vicente Ballo…”
Siento un extraño cosquilleo, atiendo y al instante escucho una voz femenina, familiar, que me saluda con alegría:
—Matilde, ¿cómo estás? ¡Qué bueno escucharte!
—Hola, Maru, lo mismo digo. ¿Cómo andan todos?
No tengo idea de cómo seguir el diálogo sin ser muy directa, ni hacer preguntas inapropiadas…
—Bien, por suerte… Pero decime, ¿cuántos nietos tenés ya? Imagino que unos cuantos…
—Ya son siete, Maru. Seis nenas al hilo y, al final, apareció el primer varón. Estamos todos muy contentos y la familia ha seguido creciendo.
Sigo sin saber cómo continuar. Por suerte lo hace ella:
—Nosotros tenemos seis…todos de a uno, menos Elisa, que tiene dos varones…
Ah, bueno. Usó el plural. Qué alivio. Ahora sí me animo a preguntar directamente:
—Y Vicente, ¿anda bien?
—Mirá, de salud bien, bastante fuerte, aunque con alguna pequeña nana. Este año cumplió 92. Lo que no le funciona bien es la cabeza. Está bastante perdido, pero por suerte tranquilo. Disfruta mucho cuando vienen los hijos y los nietos y se entusiasma cuando ve movimiento y escucha conversaciones a su alrededor. Por eso mismo no dejamos de juntarnos, es una manera de acompañarlo.
—Por supuesto. De lo más merecida.
—Para mí ha sido muy duro, sobre todo en la pandemia. Siempre ocupándome de Vicente. No podía asomarme ni a la calle… Tengo ayuda aquí en casa porque, además, ¡yo ya tengo 86! No es fácil. Pero la vamos llevando.
A su pedido, le cuento detalles sobre mis nietos, mi nueva casa, mi próxima jubilación…
—No sabés lo contento que se va a poner Vicente cuando le cuente que llamaste… Siempre te tuvo mucho aprecio. ¿Y no te animarías a venir a visitarlo?
—No quisiera que se preocupe o se inquiete si me diera una vuelta después de tantos años…
—Tranquila, sería para él una lindísima sorpresa.
Nos despedimos como si hubiéramos estado en contacto sin interrupciones todo el tiempo. Prometo, por lo menos, llamarlos a menudo.
No hablamos de su ceguera... Me saco un peso de encima. No necesito seguir siendo sus ojos.
Me tranquiliza saber que, en su núcleo cercano, lo rodean varios ángeles de la guarda y le hacen el camino más llevadero. Y me hace ilusión poder constituirme también yo en uno de ellos, aunque más no sea en este trecho final.
Como al principio él lo hizo conmigo.
Matilde Canabal Vilaró Montevideo, Uruguay
Qué sentido el escrito de Matilde sobre su mentor en la carrera, te lleva de la mano desde el comienzo hasta el final... y qué bien expresa esos sentimientos entrecruzados que nos genera el reencuentro con los que estuvieron un tiempo lejos del camino recorrido, aunque tan presente en sus inicios... el temor y la alegría... gracias por compartirlo, Matilde! - Las fotos no pueden ser más tú!