Sola por estos días en Colonia, me cuesta entrar en "estado de escritura", esa entrega similar a la de los niños cuando juegan y el resto del mundo desaparece. Pero el hábito tira...
Escribí de pequeña para agradar a otros: mis padres, mis maestros.
Medía cada palabra con la regla del deber y del miedo.
Coplas, canciones, odas a los patriotas y las gestas heroicas:
el cuaderno con felicitaciones, firmas, sellos.
Escribí mi soledad adolescente, el virus pegajoso
de la melancolía. Escribí para pertenecer, cuando en verdad
apenas encajaba. Para sentirme alguien detrás de la gordita con anteojos.
Les escribí a los hombres poemas infinitos, con cadencia
de culebrón barato: amores imposibles, despedidas teatrales.
Y manipulaciones, a ver si me elegían. A ver si se quedaban.
A ver si me querían.
Les escribí a mis hijas canciones infantiles: les hacían más falta
mi mirada, mi escucha. ¿Lo hacía por ellas o por mi propio ego?
Escribí por trabajo, por desesperación, por tedio y rebeldía.
Ya grande —más temprano que tarde diré vieja—, escribo y me reinvento
en busca de un legado: salvar vivencias, nombres de personas que amé
de la más certera de las muertes: el olvido. ¿Intento vano? Quién podría saberlo...
Somos eso que hacemos tercamente —una vez, otra y otras.
Pueden cambiar el móvil, las circunstancias, la forma de las armas secretas,
robadas inclusive. Los hechos siguen siendo los mismos.
Un día escribirán mis huesos; la savia como tinta, el gusano angurriento
dibujando las letras con su paso cansino por lo que fue mi carne
que se convertirá en pasto, en árbol. En pétalo o en hiedra.
Esta que llamo yo ya no estará conmigo. Será una con todos y con todo.
Sin embargo, tal vez una torcaza salte por ese pasto, anide en esas ramas.
Salve alguna semilla desprendida del pétalo o la hiedra
y en vez de deglutirla se la lleve muy lejos, aun con viento en contra.
Hasta otra tierra virgen, otras manos que escriban, otras voces que canten
otros versos, otra sangre que fluya en otra lengua. La palabra pervive.
Por este mundo que arde y que se ahoga, escribo todavía. Y sigo respirando.
Escribir y vivir, ¿serán la misma cosa?
Claudia Maiocchi
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