Ana Sellera Damiani toma un formato sencillo que implementa Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes, y lo transforma en un homenaje conmovedor.
Ella, la menor de nueve hermanos. Yo, hija única.
Ella, tan suave que su mirada acariciaba. Yo, bruta; con mirada dura y censuradora.
Ella, cara de camafeo: bella y muy blanca. Yo, cara redonda llena de pecas.
Ella, con su casa impecable, un marido amoroso y cuatro hijos. Dos varones, dos mujeres. Y seis nietos. Yo, divorciada, en concubinato, con la casa siempre revuelta. Y sin hijos.
Ella, habilidosa para las manualidades, capaz de restaurar lo que fuera. Yo, trabajos de fuerza y cero habilidades finas.
Ella, muy católica, comprometida, siempre haciendo servicios a la comunidad. Yo, más bien agnóstica. Ya pasó, además, mi tiempo de servicio…
Ella, tímida: le costaba enfrentar lo que estuviera fuera de su entorno habitual. Yo encaro, voy y vengo sola sin depender de nadie.
A ella se le dificultaba contar sus cosas y confiar. Yo me abro y cuento casi todo. No me importa mucho lo que digan los demás.
Ella, excelente cocinera. Yo, solo comida rápida o comprada.
Ella, coqueta. No en extremo, pero siempre arreglaba su cabello y vestía linda ropa. Yo, un desastre…
Nos encontramos en el Sacre Coeur a los siete años. La descubrí en 6° grado: una de las más alta de la clase. Seguimos siendo amigas en el Liceo y Preparatorios.
Me invitó a su casamiento. Después, la visité solo una vez en su casa de Paso Molino…
Treinta años más tarde llegó el reencuentro y ya nada importó.
Nos complementamos, algo que trae la madurez cuando el cariño es genuino. Pasamos años de amistad muy profunda. Algunas diferencias se fueron transformando en coincidencias. Las otras nos divertían.
Disfrutábamos mucho nuestras charlas.
Todas las diferencias del mundo no impidieron que la quisiera y adoptara como mi mejor amiga.
Un día se enfermó: cáncer.
Recorrimos ese último año más juntas que nunca. Estuve a su lado: confiaba en que si manteníamos una buena energía, tal vez lograríamos vencer la enfermedad. O por lo menos, alargarle la vida.
Sin dudarlo, hubiera cambiado de lugar con ella.
Tenía todo para vivir: marido, hijos, nietos. Yo tengo poco… No se pudo. Y un día se fue.
Se llevó una parte de mí, pero se quedó adentro para siempre. Su lucha, su fortaleza, su mirada celeste que envolvía, su amor por todos.
Quiso quedarse incluso materialmente: hasta casi el último día, trabajó en regalos para los más cercanos.
Sé que ahora ya no sufre y está en Paz y, desde algún lugar, me llega esa Paz.
Gracias, amiga, por el tiempo compartido. Te voy a extrañar. Me hubiera gustado tanto seguir un trecho más del camino juntas…
Ana Sellera Damiani Montevideo, Uruguay
(Consigna tomada del Mundial de Escritura que coordina Santiago Llach)
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