El amor por la naturaleza y toda la sabiduría de un sencillo hombre de campo, nacidos del recuerdo (y la pluma) de la uruguaya Adriana O'Brien.
Joven y recién casada, me fui a vivir Durazno. Siempre me gustó el campo, el contacto con la naturaleza en su estado más puro. Las casas miraban al rio y la vista se perdía en el horizonte. Era preciso alambrar y nos hablaron de un lugareño, al parecer muy experto.
Así conocimos a Guanco. Tendría más de medio siglo. Fornido, cuerpo de hierro, piel morena, semejante a la corteza de los árboles, daba la impresión de que nada podía hacerle daño. Sus manos hablaban por sí solas: grandes, fuertes y seguras, las manejaba con una destreza sin igual.
Me llamó la atención su boca torcida: parecía estar siempre fumando un mismo pucho interminable y a la vez, su rictus era pícaro y sonriente. De entrada intuí un gran corazón… La mirada cariñosa contrastaba con tanta adustez. Podía lidiar con los troncos más espinosos y a la vez trenzar el alambre con suavidad y maestría. Encima cocinaba como los dioses.
No lo sabia en ese momento, pero de ese analfabeto de pocas palabras llegaría a aprender algo de esa sabiduría que tan poco conocemos.
Una tarde lo encuentro tirado en la tierra vigilando de cerca las hormigas:
—¿Qué anda haciendo, don Guanco? Mire que lo pueden picar…
—Estas no pican m´hija. Sólo anuncian lluvia, como quien no quiere la cosa, ¿nooo? Se andan preparando nomás. Sabe, hace unos días los macachines estaban amarillos, anunciaban tiempo húmedo y cálido. Pero, hoy son todos rosados, fíjese.
—¿Y eso que quiere decir?
—Que se acerca tiempo helado, como quien no quiere la cosa, ¿nooo?
Usaba esa muletilla sin mucho sentido para casi todo. Por ejemplo, si le preguntabas sobre del tiempo:
—Parece que se viene seca, como quien no quiere la cosa, ¿nooo?
Si se trataba de la comida:
—Pruébela que esta sabrosa, como quien no quiere la cosa, ¿noo? —y ahí le salió con rima y todo.
De vez en cuando agregaba, como si pidiera disculpas:
—No me di cuenta, ¿nooo?
Nunca perdía su buen humor y parecía que nada le afectaba mal. Su sensibilidad podía sentirse lejana, pero estaba tan cerca que la ternura atraía sobre todo a los niños. Mis hijos lo adoraban. Sabía si estaban tristes, o enojados y con una palabra les volvía la alegría.
Un día las chicas cabalgaron temprano hasta el río: Guanco les había dicho que les iba a enseñar a hacer pasteles de dulce de membrillo y les pidió que llevaran los ingredientes. Como eran muy chiquitas yo las acompañé, pero era tal la emoción que se adelantaron y llegaron primero. Guanco parado y sonriente las estaba esperando:
—Buen día, ¿quién anda ahí? ¿Son las guachas de pelos negros?
—No tenemos pelos negros —protestó una, mientras la otra encantada le decía:
—Trajimos todo lo que nos pidió.
Atento y cariñoso las ayuda a bajar del caballo y les dice:
—Pero usté anda mal ensillada, ¡mire cómo tiene la cincha! Se puede ir a la verija y después ni me cuente. Bájense y aten los caballos que después se los arreglo, como quien no quiere la cosa, ¿nooo?
El nylon blanco que había puesto sobre la mesa daba una sensación de pulcritud que uno se olvidaba dónde estaba. Había puesto tres troncos alrededor y tres palotes de amasar bien lijados invitaban a cocinar. Con gran ceremonia las sentó, les puso una arpillera de delantal y comenzó a colocar los ingredientes en una gran fuente de metal.
—Oigan bien, gurisas: nada de ensuciarse. Con cuidado toman esta masa cada una y me copian. Lo primero es tratar de hablarle y acariciarla despacito: Masa, masita, ¡ponete contenta que vamos a jugar!
Y así, mientras mis hijas oían su voz suave como un murmullo iban amasando también. De lejos se oía el canto de los pájaros, acompañando el ruido suave del agua que corría y reflejaba lo que estaba sucediendo.
Nunca había visto a mis hijas trabajar tan compenetradas: no las reconocía. Escuchaban maravilladas los cuentos que Guanco le hacía a la masa, con personajes que seguro inventaba. Pero, a tan corta edad, no podían sospechar que no existieran: Nicanor, el zorro bandido; Ceferino, el gato montés, la tortuga Marisa, prima de Manuelita. Y así. Todos los animales tenían su nombre y protagonizaban alguna aventura. Sus historias eran fantasía, pero su conocimiento de los animales, bien real.
Ese era su don: un extraordinario poder de observación y un instinto natural no contaminado por la civilización. Su campamento lo pintaba de cuerpo entero.
Sabia elegir el lugar perfecto, y bajo un árbol o dos, lograba juntar ramas, bolsas, cueros, y con los mismos troncos construía una mesa y asientos que invitaban a quedarse y guarecerse. Conocedor de los lugares más recónditos de nuestro país, poseía también un conocimiento especial de la gente y costumbres del interior.
Sus cuentos —también para grandes— eran tan jugosos como inagotables. Sentarse a escucharlo, alrededor del fuego, con el telón de fondo de los colores mágicos del atardecer sobre el rio, era un ritual imborrable. Y siempre surgía alguna sorpresa en su mesa para convidar: tortas fritas, o pasteles si era de tarde, y costillitas y achuras crocantes si era más de nochecita.
Como pasó con mis hijas y la masa, lograba que no pensaras si la mesa estaba limpia o si la fritura era con grasa o aceite: ahí todo parecía maravilloso.
*
En esa época mi marido tenía un problema muy grande con los jabalíes, que le comían los corderos. Cada tanto organizaba una cacería y eran más los perros lastimados que los jabalíes cazados.
Era un enorme dolor de cabeza y estos animales parecían saber cuándo los buscaban. Y no aparecían.
Así fue como un día se le ocurrió pedirle consejo a Guanco. Fue a visitarlo al campamento y le comenta:
—Sabe, Guanco, que los jabalíes me tienen loco. Ya no sé qué más hacer. Capaz usted me puede ayudar…
Mientras sostenía el pucho en la boca y a la vez avivaba el fuego con un fierro, el hombre pensó un rato y al fin le dice:
—Consígame una chancha y deme unos días. Yo mismo se los puedo agarrar.
—Pero ¿está seguro? Mire que la pueden lastimar, hay uno que ya lleva varios perros muertos…
—No se preocupe, amigo. Pa’ eso estoy yo, pa’ cuidarla, ¿nooo?
Esperanzado y admirando una vez más la sabiduría de este hombre, mi esposo fue a la estancia del vecino, que tenían chanchería, y consiguió una prestada.
Mientras tanto, Guanco armó un corral para la chancha y fabricó una trampa muy ingeniosa con un lazo en la puerta, que permitiría atrapar al jabalí ni bien entrara. Era preciso esperar a que la chancha estuviera en celo: de allí que necesitara algunos días.
Y así fue como a los tres o cuatro, con gran emoción nos encontramos el jabalí más grande y peligroso jamás visto colgado de un árbol.
Daba pena matarlo, pero el festín que nos hizo Guanco con su carne resultó inolvidable. Sabía adobar la carne y tiernizarla de tal manera que parecía un cordero.
*
Como todos los personajes, tenía su lado débil, muy testarudo y nada amigo de los dotores, porque los consideraba matasanos. Además, le recomendaban no tomar… Y la grapa y otros tragos lo podían. Hasta se cayó de la bicicleta una vez por su estado de ebriedad…
Algunas de sus convicciones las expresaba con dichos que se me fueron pegando: Siempre que llovió, paró. Es difícil, pero no imposible.
Sin embargo, toda esa sabiduría para la vida no lo ayudó para la muerte. Se enfermó por haber ingerido un herbicida que lo mantuvo en cama varios días. Se negaba a recibir ayuda y confiaba que sus yuyos lo recuperarían…
Con mucho dolor nos enteramos de que murió solo en el pueblo, junto a su compañera, la bicicleta.
Nuestras visitas al monte fueron perdiendo su encanto…
Todavía hoy añoramos sus cuentos y delicias. Y sus enseñanzas nos quedaron grabadas para siempre. Como quien no quiere la cosa, ¿nooo?
Adriana O'Brien, Punta del Este, Uruguay
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