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Foto del escritorClaudia Maiocchi

La abuela Korina

Una de las integrantes del Nivel II 2024 del TEV, Elizabeth Rodríguez, oriunda de Colonia del Sacramento, no pudo estar presente en la presentación de Montevideo, pero nos convida la historia que surgió el año pasado bajo la consigna "Mi personaje inolvidable". Gracias, Eli. No sólo vos estuviste presente de algún modo, sino también Korina y el "pituco Díaz", tu abuelo, que te escoltan en la foto de tus 15...



Por confusión, al nacer la anotaron como Crispina Da Silva, pero todos la conocíamos como Korina. De carácter firme, no le gustaban las medias tintas. Aferrada a sus creencias, cuando se le metía algo en la cabeza era muy difícil hacerla cambiar de opinión.

 

Pequeña, menuda, de cabello corto negro azabache, su rostro mostraba una naricita perfecta… Puede resultar raro, pero no recuerdo que su cara tuviese arrugas. Sus manos sí, muy rústicas por el trabajo diario: criaba animales para el sustento de la familia —vacas, cerdos, gallinas, patos y gansos.

Su casa era como una pequeña granja en las orillas del pueblo. Eso hacía que tuviera que levantarse muy temprano, pues además trabajaba en casas de familia. 

 

Jamás la vi usar pantalón, llevaba siempre pollera y en invierno, si el frío apretaba, se ponía dos. Los buzos tenían que ser de escote en V o cuello bajo; decía que necesitaba el pescuezo al aire. En las tareas del hogar, siempre llevaba delantal.

 

Es increíble cómo una persona puede ser tan pequeña y uno verla tan grande… Eso era la abuela para mí.

Durante los años que la tuve cerca, esa mujercita me llenó de cariño y alegría. Su amor incondicional, junto al del resto de mi pequeña familia, me regaló una infancia feliz. Inolvidable.

 

***


Tengo unos seis años. Es una tarde cualquiera y voy de la mano de mamá y papá a casa de mis abuelos, uno de los paseos que más me gusta. Luzco impecable, de vestido rosa… Me siento tan feliz que no me importa lo que me vienen diciendo. Siempre lo mismo:  

—Portate bien, no pidas nada —dice papá.

—No te vayas a la casa de la vecinita, que en un rato nos volvemos. Papá tiene que trabajar —agrega ella. 

Papá trabaja de noche.

 

Cuando llego, la abuela pone leche a calentar y me prepara la merienda. Hizo buñuelos con dulce de membrillo, ¡nadie hace los buñuelos como ella, tan tiernos y sabrosos!

Mientras los grandes conversan, tomo la leche y, en seguida, me voy a ver las gallinas y los conejos que tienen gazapos otra vez. Paso largos ratos con los bichos o arriba del transparente: el abuelo le cortó unas ramas para que pueda trepar y sentarme. 

 

Él siempre se acuesta muy temprano y le gusta escuchar la radio hasta tarde. Cuando me llega el sonido desde el dormitorio, entro a la casa de nuevo, paso por la cocina a los saltitos para disimular y sigo hasta la pieza donde el abuelo ya está acostado y me hace señas. Entonces busco mi ropa de cama, me cambio, me acuesto, me quedo quietita y cierro los ojos…

—¡Nenaaa! —escucho a mamá. —Despedite del abuelo que nos vamos.

Cuando entra en el dormitorio, el abuelo le dice:

—¡Se durmió! Estaba cansadita la pobre.

Atrás entra la abuela y decreta:

—¡Ni se te ocurra despertar a la criatura y sacarla! Ahora se queda. Mañana vengan a almorzar y listo.

Como dije, cuando algo se le mete en la cabeza…

 

Así, ni bien se van mis padres, me levanto y acompaño a la abuela hasta sus últimas vueltas por la casa.

Juntas le llevamos la cena al abuelo y nosotras, en la cocina, escuchamos la radio y conversamos. Me cocina algo rico y me acompaña a la cama.

 

Abuela no sabe de cuentos para niños: me cuenta algo que le pasó en su vida, cómo conoció al abuelo, los bailes a los que fueron. De cuando era chica y vivía con sus padres y hermanos en Nueva Palmira. Para mí son los mejores cuentos del mundo. Y eso que no sabe ni leer ni escribir…  

                     

La parodia de fingir que duerno se vuelve muy común: siempre logramos despistar a mis papás. O eso creo yo.

 

***

En la mañana los abuelos van a ordeñar las vacas temprano y yo me quedo con mi tío que, mientras sigo durmiendo, se levanta y les da de comer a las aves de corral, los conejos y demás animales de la casa.


Cuando vuelven, los abuelos sacan el cardenal de debajo del alero: con su canto despierta a media cuadra. Y a mí, que me levanto de lo más contenta.

Quien ordeña en realidad es la abuela; el abuelo junta las vacas y las prepara para el ordeñe, atándoles las patas (“maneándolas”, dice).

A la abuela nunca la veo cansada ni de mal humor. Mientras cuelga la ropa, a veces hasta la escucho cantar alguna canción de su época. Le gusta mucho el tango. Tiene un libro con canciones y yo aprendo algunas para cantárselas también.

 

Se ve que está muy enamorada del abuelo. A él le dicen “el pituco Díaz”: anda siempre de punta en blanco con su pañuelito en el bolsillo. Para mí que ella se siente orgullosa de eso.  Siempre le prepara lo que a él le gusta a la hora del almuerzo:

—Para vos, viejo.

Lo cuida y lo mima. Como a mí.

 

Los días que trabaja afuera, a veces me quedo con el abuelo y lo ayudo en la quinta. Hay una higuera enorme de higos negros que me encanta trepar. Ella no me deja, dice que me ensucio la ropa:

—Además sos una niña. Nada de andar arriba de los árboles, ¿eh?

Pero al abuelo le encanta verme allá arriba.

El caso es que la abuela se da cuenta apenas llega… Y eso que el abuelo me revisa la ropa. 

No entiendo cómo sabe, pero el reto va para el abuelo.

 

Ella siempre toma mate dulce, a veces le agrega café y ¡qué rico queda! Mientras ceba y cocina, me da permiso para ir un rato a jugar con una vecina amiga y dos nenas más del barrio. Hasta que me llame a almorzar.




Es raro: abuela no se sienta a la mesa con nosotros. Sigue con su mate, se acomoda un momento en su silla y desde allí nos atiende. Siempre fue así: sólo en algunas reuniones familiares se permitía sentarse…

A la hora de la siesta, si no quiero, no duermo.  Afuera no salgo: juego sola adentro. Mientras el abuelo se va a la cama, ella apenas dormita en el sillón.

 

***

Más allá de todas esas rutinas, en casa de los abuelos se celebran, además, las ocasiones especiales.

La casita es pequeña: clásicas dos ventanas al frente y el zaguán tras la puerta principal, con un pasillo al costado que lleva al patio.

 

Son las 4 de la tarde más o menos de un 24 de diciembre. Hace mucho calor. Entro por el pasillo.

—Abueeelaa, abuelooo, ¿dónde están?

—En la cocina, nena. ¿Qué haces acá con este calor?

—Vine a ver si precisan ayuda, abuela. ¿Ya tenés preparada la masa de los pasteles?

—Sí, ya la estiro. ¿Me cortás las tapitas? Pero ponete un delantal, así no tenemos que escuchar los rezongos de tu madre…

Estira la masa con una habilidad de panadero y la separa para los pasteles de dulce, de manzana y de pollo.

—¿Corto con un vaso, abuela? El tamaño está bien, creo. ¿Y el abuelo? No lo vi.

—En el galpón. Trajo el cerdo y lo está terminando de limpiar, así ya lo adoba para mañana.

—Mmmm… ¡Qué rico! Cómo me gusta calentito. Y los pasteles también.

—¡Mirá que sos comilona! Antes de hacer las tapas, fijate si el abuelo le puso la puerta al horno con la bolsa de arpillera.

Voy hacia el horno y ya echa humito: está pronto para empezar a cocinar.

 

Paso por el galpón y le doy besos al abuelo, que está adobando el bicho con mucho esmero. Conversamos un ratito.

Cuando entro en la cocina ya están puestas las masas en los platos esmaltados que van al horno. Comienzo los cortes, la abuela pone el relleno y yo voy tapando. Después les pone el huevo batido y el azúcar. ¡Prontos!

— ¡Abuelooo! Ya están los pasteles —lo llamo otra vez.

Se los alcanzamos de a cuatro, más no entran en el horno.

—Viejo, ¡ponele bien la arpillera, que si no se secan mucho! —dice la experta. Más que un comentario parece una orden, pero el abuelo no se da por enterado.

—Nena, prepará un matecito dulce mientras esperamos, hacele el amargo al abuelo y vamos a sentarnos debajo de la parra, que está más fresco.

El olorcito avisa y, entre mates y charlas, vamos sacando las tandas de pasteles.

Desde pequeña las navidades se celebran aquí. Primero venía con mamá a ayudar temprano, después ya sola. Cuando llegan mamá y la tía ya tenemos todo controlado.

 

Por mucho tiempo nos juntamos los tíos, mis papás, los abuelos y otro tío más.

Nunca me aburrí: siempre había tema de charla y cada uno contaba algo. Yo escuchaba y también opinaba o, si no entendía, preguntaba. Maravillosas, aquellas navidades .



 

***

 

Un martes por la mañana acompaño a la abuela a su trabajo.


Estamos en el cuarto de planchar, miro por una ventana y las nenas de la casa juegan con una amiga que vino a visitarlas.

—Abuela, ¿me dejás ir a jugar con las nenas’?

—No. Sabés que esa niña no es buena.

—¡Pero a mí nunca me pegó!

—Yo sé y pobre de ella si te toca. Pero es muy mal educada, no tiene valores.

—¿Valores? Si ella dice que tiene una muñeca que habla, que el papá le compra muchos juguetes, vestidos caros y además… ¡tiene una casita de muñecas y ella misma cabe adentro, abuela!

—Sí, pero esos valores son materiales. En la vida hay otras cosas más importantes, como el cariño y el amor de una familia.

—Ah, eso…  Sí, a mí ustedes me quieren mucho. Y es verdad, ella no habla de su mamá ni de sus abuelos, ¿por qué será?

—¡Estás preguntona hoy! Sus abuelos están lejos, en otro país. Dale, ponete a jugar con tus cosas que ya termino y nos vamos.

Se apura, la veo muy seria.

—¡Abuela!

—¿Quéee?

—Yo también tengo vestidos lindos y muñecas para jugar a las casitas en los árboles.

—Claro, mi amor.

—Y por suerte ustedes no están en otro país.

La hago sonreír.

Al rato:

—Terminé. Vámonos, que el abuelo ya nos debe estar esperando.

—¡Y me dijo que me tenía una sorpresa para cuando llegue! ¿Sabes qué es, abuela?

—No. Quién sabe qué se le ocurrió al viejo…

 

***

Las estaciones se suceden, van pasando los años.


Esta vez, mientras camino a casa de los abuelos, veo las hojas de los árboles todas amarillas. Algunos ya las perdieron. No hace mucho frío, pero en mi interior me siento helada.

Voy a verla sólo a ella. El abuelo está enfermo.

 

El diagnóstico no es bueno. No querían decirme para no preocuparme, pero somos pocos y nos conocemos. Los cuchicheos de la tía con mamá no pasan desapercibidos. Pregunto y exijo respuestas, las recibo y me confirman que su estado no mejorará.

 

Encuentro a la abuela sentada en un rincón de la cocina como un pollito mojado. El mate helado en la mesa, hace rato que está ahí. La abrazo muy fuerte: resulta tan chiquita entre mis brazos ahora. No puedo evitar llorar. Me gustaría mantenerme más tranquila, pero no sé, no me sale… Quería ser yo quien le diera ánimos, pero es ella quien me dice:

—El viejo sale de ésta, nena. Vas a ver, cuando queramos acordar está bajo la higuera enredado solo en su conversación.

La miro y sé que no se lo cree, se hace la dura, pero por dentro está rota. Delante de mí no va a aflojar: la conozco, sé que no quiere que yo sufra. Me seca las lágrimas y me invita a que la acompañe al hospital.

—¡Vamos! —contesto sin dudar.

 

Es la primera vez que caminamos de la mano en silencio. Creo que las dos vamos pensando en el viejo; en los momentos lindos que pasamos juntos.

No bien llegamos, el tío nos dice que lo van a trasladar a la capital para una mejor atención. En la habitación, encontramos al abuelo despierto. Al vernos se le ilumina la cara:

—¡Mis chicas! Qué bueno verlas antes de irme. ¡Yo a este mal le gano, vieja!  —le dice a la abuela. Después me mira y agrega: —Nena, te prometo que vengo para tu cumpleaños.

Nos quedamos casi contentas: lo vemos decidido a no dejarse vencer y hablamos de la voluntad, que es un “cincuenta por ciento de la recuperación”, como dice la abuela.

 

Pasan los días, el abuelo tiene altas y bajas. Al mes de haberse ido lo vuelvo a visitar.

Ya no es el abuelo que me escondía debajo de sus sábanas para que no me fuera. Lo encuentro triste… Quiere disimular, pero sus ojitos se apagan. Le cuento cosas lindas, le hago chistes y lo distraigo un poco. Por un rato vuelve a sentirse casi feliz y me dice: “No me olvido de lo que te prometí”.


No me gustó despedirme aquella vez. El tío me dijo: le diste una inyección de alegría. Le hacía falta.

Unos días después voy a ver a la abuela una vez más. La encuentro preparando uno de sus infaltables mates. Ya sabemos que el abuelo no mejora, al contrario. Ella me dice:

—Yo sé que él va a luchar hasta lo último—. Y enseguida me cambia de tema: —¿Vamos a encerrar a los bichos?

 

El abuelo no pudo.

Cuando corro a verla, la abuela sólo logra decirme:

—Nos dejó, nena.

Me abraza y lloramos juntas.


***


Ha pasado nuevamente mucho tiempo. Mi relación con la abuela no ha cambiado: nos entendemos con apenas mirarnos.

Una tarde llegamos mamá y yo. Como de costumbre, la abuela ya está preparando el mate. Con mamá y la tía, que cae al rato, enfrascadas en una charla, la abuela me echa una mirada y salimos juntas.

—Nena, mirá. Hace un tiempo fui a la veterinaria y traje estas semillas, las planté y no he podido lograr que broten. ¿De qué serán?

No sé si abrazarla o reírme de su inocencia. Hago las dos cosas.

—Abuela, esas no son semillas para plantar. ¡Es comida balanceada para perros!

—¿Qué?

—Es lo que se les da a los perros en lugar de cocinarles o darle huesos con carne.

— ¡Mirá vos, pobres animales! Bueno, nena, no le digas a nadie que las planté.

—No, abuela. Tranquila…

—Vamos para adentro que hice la rosca que te gusta, en el horno del primus...

Conozco cada gesto suyo y eso que no es para nada expresiva, ni gesticula demasiado. Nunca le escuché una carcajada, pero sus ojitos transmiten todo lo que callan sus palabras.

 

***

 

Varias décadas más tarde, la abuela sigue presente en mí. Cada vez que preparo un mate, es inevitable recordar la dulzura de los suyos. Me legó la tradición de hacer pasteles para compartir en familia, bajo la parra.

 

Ya sin su presencia física, en este momento de mi vida disfruto de mis propios nietos, una de las tantas cosas que me enseñó. Seguimos manteniendo sus valores: el amor por la vida, la unión de la familia…

 

¿Quién otra que la abuela Korina podría haberse convertido en mi personaje inolvidable?


Elizabeth Rodríguez - Colonia del Sacramento




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Marie Noël

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1 Comment


Rosina Crispo
Rosina Crispo
Mar 26

Una belleza este relato de la abuela Korina... puedo ver cada rincón de su casa, sentir cada momento compartido... un personaje inolvidable sin duda!

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