Gracias a Facebook logré contactar a Paz y Soledad Manrique, hijas del protagonista de esta historia. La "escritura vivencial" a veces se convierte en servicio; en este caso, en un merecido homenaje... más de treinta años después. A Juanca Kreimer le debo el descubrimiento de la técnica aquí aplicada de "Mi personaje inolvidable", a la usanza del Readers' Digest.
Usaba barba, se sentaba en una mecedora y a poco de comenzar la sesión, encendía su pipa. No es de extrañar que a mis veinticinco años, vírgenes de psicoanálisis y demás exploraciones del alma, Luis Manrique se me apareciera, allá por el ‘85, como la encarnación del mismísimo Freud.
Tal vez por eso, cuando llegué por primera vez a su consultorio, que funcionaba en su propia casa, creí que era mayor. Más tarde descubrí que apenas superaba los treinta. Sí sabía, por quien me lo había recomendado, que era padre de familia y católico, esto último, una rareza en el ambiente psi y una cierta garantía para mis estructuras rígidas y miedos atávicos.
Le conté que tenía un marido, dos nenas rubias de ojos claros y que no era feliz. No recuerdo más detalles de esa primera entrevista, pero al rato nomás me había calado:
– Se nota que tenés una tendencia a la sobreestimación personal– observó.
Mi tierno narcisismo y yo nos sentimos desnudos y a la intemperie. De entrada, sin anestesia. Pero el tipo sabía. Sabía.
Pronto llegué a considerarlo Superman. Y eso que aún no podía siquiera imaginar que a mí también me enseñaría a volar.
Me avisó que implementaríamos algunas técnicas proyectivas y tests. Uno fue el de dibujar una casa, un árbol, una persona:
– Las raíces, ¿ves? Eso te salva: tu vida instintiva. La intuición.
Pero yo desconfiaba de la mía.
– No quiero encariñarme, Luis. Con vos, por ejemplo. No quiero depender.
– ¿Cómo es eso?
– No sé. Tardo una hora y media en venir viajando desde Hurlingham. Tengo que ubicar a las nenas, es complicado.
– La vida es complicada.
– Sí, pero es peor cuando se mezclan los afectos.
– ¿Y de qué otra manera podemos vincularnos los seres humanos? Todo es afecto.
Yo creía que empezaba a sostener ese espacio por pura responsabilidad: soy así. Siempre lo fui. Si me comprometo, voy a fondo. Esta vez me costaba. Sin embargo, ese rasgo de mi personalidad me hacía sentir segura. Orgullosa.
¿Y qué era eso? Bum: afecto.
Los ejemplos me demolieron.
Vas a la mercería a comprar un par de medias; la vendedora te sonríe: afecto. Alguien te pega un pisotón en el colectivo y se disculpa. O no se disculpa: afecto. El cajero del banco ni te mira, solo cuenta billetes y te pasa el ticket y la birome.
Hasta la indiferencia calificaba como afecto.
Así que somos eso. Una gran telaraña de afectos donde se columpian un montón de elefantes, como en la canción infantil. Y siempre hay lugar para uno más. Y la telaraña crece, como las raíces de mi árbol.
Tal vez fue por afecto que recién al final de la sesión me señaló con delicadeza lo frondoso de la copa y las vetas del tronco:
– Acá están todas esas racionalizaciones. Y este es tu yo herido, rasgado. Pero no te preocupes: está firme. Lo sostienen las raíces.
Un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña / Como veía que resistía / Fueron a llamar a otro elefante / Dos elefantes se columpiaban…
Tiempo más tarde, yo misma le dedicaría una canción. Me consta que la compartió con otros pacientes:
Yo te hablaba de la muerte
Vos me hablabas de la vida
Y poco a poco la suerte
Va sanando mis heridas
Gracias a vos, Luis...
Otra vez la consigna fue cerrar los ojos, seguir sus instrucciones y contar lo que iba visualizando:
– Vas caminando. A la izquierda ves una escalera que desciende. Bajás, ¿qué ves?
– Una estación de subte.
– Seguí. Otra vez a la izquierda, otra vez para abajo…
Fuiste y sos médico amigo
Que sacude como un sismo
Hasta doblar los abismos
Que se criaron conmigo
(Vos me entendés, Luis)
Encontré una cajonera desvencijada, con los cajones desfondados. Un tacho de basura maloliente. Toallitas íntimas manchadas de sangre. Un gato que se cruzó de la nada. Más vías de tren muertas, con pastito creciendo entre los durmientes. Botellas vacías. Un carrillón parado a las doce en punto, con un resorte saliéndole de las tripas. Uno de mis tantos pares de anteojos de niña, con el marco roto y remendado por mamá con curitas. Papeles con los bordes quemados, como pergamino viejo. Un espejo astillado. Ratas.
– Buen trabajo –dijo Luis cuando nos despedíamos.
Caminé hasta Pacífico, aunque esa vez se me hiciera más tarde. Siempre me costó mirar a la izquierda por mi estrabismo, pero a mi paso seguían abriéndoseme escaleras que bajaban más y más, siempre del mismo lado.
– A la izquierda es el pasado– me explicaría después.
No era de extrañar que el mío estuviera torcido y me costara tanto enfocarlo.
Yo no quería quererte
Pero ya estaba perdida
Solo bastó conocerte
Para darme por vencida
Ya lo ves, Luis
Llego temprano. Me hace pasar, pero me pide que espere en el hall. Se asoma gateando un bebé: su hija Paz.
– ¿Qué hacés, Gusanito? –se agacha sonriendo y la toma en brazos. – ¡Upa!
Si la ternura hablara, juro que tendría exactamente el timbre de esa voz. Me entero de que su mujer, Mercedes, está unos minutos demorada. Y que eso de ser padre de familia es bastante reciente: la mayor acaba de cumplir dos.
Dos nenas, como mi hermana y yo.
Dos nenas, como las mías.
Al tiempo quiso conocer a Ricardo, el papá de mis hijas. Había pensado que mi matrimonio podía ser uno de los pilares de mi recuperación.
Hasta Superman se equivoca a veces.
Tuvimos algunos encuentros los tres. Comenzaba a aburrirme que Ricardo solo hablara de trabajo con su voz aflautada, sus ambiciones de inventor frustrado y su creciente lejanía afectiva. Luis escuchaba y escuchaba y al tiempo le sugirió que se hiciera un psicodiagnóstico con una profesional de su confianza. Como él era mi analista, no podía atendernos a ambos.
Debió de haberse comunicado con su colega, porque pronto comenzó a azuzarme:
– Tenés que volver a trabajar.
– Pero las nenas son tan chiquitas…
– Unas horas aunque sea. Te va a dar libertad. Te pagarías este espacio vos misma.
Conseguí doce horas cátedra como profesora de inglés, aunque todavía no estaba recibida. Le pregunté a Ricardo si podía llevar a las nenas al Jardín de Infantes algunas mañanas, ya que yo entraba a trabajar más temprano.
– Por lo que te van a pagar, prefiero darte la plata.
Arreglé con la portera del Jardín, que les abría la puerta y las dejaba jugar hasta que llegaban las maestras.
Y ahora me decís que vos estás enfermo
Temprano llegó el invierno si te vas...
Y una enfermedad maldita
concertó con vos la cita
que puede ser el final.
Fue extraño retomar. Se lo veía flaco y ojeroso. Una manta lo cubría de la cintura para abajo en la mecedora. Ya no había pipa.
Perdieron centralidad mis pequeñas penurias burguesitas, de entrecasa. Qué importa la pelusa cuando el piso mismo se te abre bajo los pies...
Su enfermedad se instaló como leit motiv. La muerte, por su parte, zumbaba por los rincones como un tábano.
Le conté lo de Superman.
Se rió:
– Bueno. Mi reloj de kriptonita dice que ya es la hora…
Pero Luis, querido Luis,
No te prepares para el viaje
¡Queda tanto por hacer aquí
que aún no es tiempo de partir!
Te pido, Luis, querido Luis,
que no despaches tu equipaje:
solo armate de coraje
y de fe para seguir…
¡Hay que seguir!
¡Vas a vivir! ¡Vas a viviiiiiiir!
Se lo veía bastante recuperando.
Creó una fundación para enfermos terminales y sus familias. Lo vi en la tele, en el programa “20 Mujeres”, que conducía Fernando Bravo. Hablaba de la felicidad como elección:
– La única diferencia es que tenés más conciencia del tiempo. No te podés dar el lujo de desperdiciar ni un minuto.
Una tarde muy gris llego viajando, angustiada. El tren andaba con demora.
Estoy tomada por fantasías románticas con otro hombre. No es la primera vez que me pasa desde que me casé, pero esta vez es muy fuerte. Y él, para colmo, es sacerdote. Habíamos empezado a ir con Ricardo a encuentros matrimoniales y yo me enamoro del cura.
Toco timbre: nada.
Espero y vuelvo a tocar.
De vuelta en Hurlingham, hecha un nudo de frustración y furia, lo llamo sin pensarlo dos veces y le dejo un mensaje en el contestador. “¿Por qué no me avisaste? Sabés que vivo lejos… “
Al llegar la vez siguiente, me disculpo apenas entro.
Luis me esperaba con un grabador de los de entonces. Rebobina la cinta y me hace escuchar mis propias quejas y reproches:
– Solo porque acabás de disculparte no te derivo ya. Si no te llamé fue porque no pude, Claudia. – Otra vez la enfermedad.
Y la vergüenza me aplasta como un sayo de hierro.
Las cosas en casa estaban cada vez peor. Intenté acercarme a Ricardo; hasta le confesé mis fantasías. No se inmutó. Tiempo después me contó que había conocido a otra mujer.
– ¿Qué esperás para separarte? –sonó tajante, casi brutal. Tal como Luis había explicado en la tele, perder el tiempo no era lo suyo.
Cristales rotos.
Dos nenas chiquitas, rubias y de ojos claros, oyen sin entender lo que sus padres dicen. La mayor tiene cinco, hace preguntas, llora.
¿Cómo dos casas?
La chiquita, de apenas tres y medio, deja vagar su mirada de niebla y de silencio. Por mucho tiempo se despertará en medio de la noche preguntando por su papá.
Conseguí más trabajo. Multipliqué mis ingresos por siete en pocos meses. Las fantasías románticas se dispararon como bengalas. Luis me las sofocaba con baldazos de realidad.
Pero las sesiones se fueron espaciando.
La última vez que lo vi fue en un sueño.
Mis nenas y yo estábamos en la terraza de un edificio alto. La vista era abierta y la ciudad se iba encendiendo con las primeras lucecitas del ocaso. Luis se me acercó: sus pasos resonaron firmes en las baldosas titilantes de rocío. Me pidió que extendiera los brazos y me calzó un par de guantes de seda de un rosa tornasolado, con largos flecos al viento, como sacados de un traje de fiesta de los años dorados de Hollywood.
Pero cuando los tuve puestos dejaron de ser guantes. Y fueron alas:
– Ahora volá.
– No puedo, Luis. Es casi de noche y las nenas…
– Vos volá.
Abro los brazos. Desde el aire, todavía aterrada, veo a mis chiquitas más chiquitas aún. Me siguen con su mirada de luciérnaga mientras doy vueltas alrededor de la terraza y veo techos, cables entreverados, chimeneas. Los autos como de juguete y las luces que siguen encendiéndose en la calle y a través de las ventanas. Doy una, dos, cinco vueltas.
Qué hermoso es esto…
Entonces aterrizo y Luis por fin se despide.
Y se va.
Yo te hablaba de la muerte
Vos me hablabas de la vida.
Yo no quería quererte,
pero me di por vencida…
El velatorio fue también en su casa.
Luis había elegido con cuidado cada detalle: las flores, las plegarias, las personas a quienes avisar. Y también la música, por supuesto –Bach, Haendel, Vivaldi. Las cuatro estaciones…
Algunos veranos más tarde, cuando quedé huérfana por segunda vez, busqué su nombre en la nómina del mismo cementerio parque donde llevamos a papá.
En su última mudanza, Superman y mi otro superhéroe de cabecera resultaron vecinos, así en el cielo como en la tierra.
En esta tierra donde mi árbol resiste y crece todavía, con su copa frondosa, su tronco veteado y toda su telaraña de raíces robustas, capaz de columpiar más y más elefantes. Y de entreverarse con estas palabras que me calzo como guantes de seda. Como alas para tajear el aire, el espacio y el tiempo.
Y mientras veo encenderse las primeras lucecitas del ocaso, me zambullo otra vez en el vuelo y el amor. Que –como Luis me enseñó– muchas veces resultan casi la misma cosa...
Infinitamente bello este homenaje querida Claudia, desde las letras y desde lo más hondo de tu corazón. Marilú