A partir de una consigna que solía proponer Mario Levrero en sus Talleres de escritura, otra uruguaya, Matilde Canabal Vilaró, fiel a su estilo explora la profundidad y belleza que emergen de las tareas cotidianas, cuando nos atrevemos a sostener la mirada con asombro y gratitud.
—¡Ufa! ¿Otra vez tengo que colgar la ropa?
Años atrás, repetí esa exclamación quejosa más de una vez. Siempre trataba de zafar, pero sin éxito. Hoy, en cambio, la rememoro hasta con algo de nostalgia… De las cosas cotidianas que más odio, sin lugar a dudas, el colgar la ropa después de lavarla ocupó mucho tiempo un lugar de privilegio.
Mamá solía encargarme esa misión sobre todo en vacaciones durante los años de mi niñez.
Recuerdo subir los dieciocho escalones de madera que separaban la cocina de la terraza, con la palangana llena de ropa recién lavada: me pesaba en los brazos, a veces chorreaba y me salpicaba los zapatos. Permanecía muy atenta para no perder ninguna media u otra prenda pequeña en ese ascenso.
Al llegar, abría con esfuerzo la pesada puerta de hierro de acceso a la terraza y apoyaba la palangana en un murito. Desplegaba luego pieza por pieza con esmero, en las tres o cuatro cuerdas de nylon que se disponían allí, paralelas.
Si se me complicaba estirarlas sin que alguna punta se descolgara hasta el suelo, algunas veces recurría a un banquito. Elegía los palillos de acuerdo al tamaño de lo que me tocaba colgar y me esmeraba para que al colocarlos no deformaran la prenda, ni quedara marca visible. Lo más complicado eran siempre las sábanas, que ocupaban mucho espacio. Me costaba que no quedaran arrugadas.
Trataba de encontrar algo gratificante en esa tarea, como para oficiar de contrapeso.
El truco que inventé consistía en espiar.
El jardín del vecino asomaba por uno de los lados, con sus canteros rebosantes de rosas y lavandas. Escudriñarlo hacía más amena la tarea. En los meses de verano, el aroma de los tilos en flor invadía hasta el último rincón… Invitaba a descansar. ¡Y yo bien que merecía ese descanso! Los ciruelos coronados de incontables flores blancas presagiaban una buena cosecha. Varias cotorras alborotadas picoteaban al azar los higos y descubrían su leche dulce, señal de que empezaban a madurar. Y se adelantaban a los dueños de casa en la degustación.
A veces descubría a los niños de la casa de al lado jugando a la pelota, esquivando al cachorro boxer que no les perdía pisada e intentaba en forma permanente robarles el balón. La madre, sin dejar de observarlos, sacaba los yuyos de los canteros y recogía unas flores para ornamentar el interior de la casa.
Una vez que concluía mi labor, la palangana ya livianita aguardando su próxima carga, me acodaba en la baranda del extremo de la terraza. Era el momento sublime de disfrutar la presencia omnipotente de la iglesia de los Carmelitas.
Un enorme vitral con forma de rosetón dominaba la pared lateral, justo frente a mis ojos y las agujas de su estilo gótico parecían rozar las nubes. Esto también se fue volviendo parte de la tarea y, gracias a ello, poco a poco le fui tomando el gusto.
Hice un paréntesis grande en esta acción cotidiana durante los años siguientes, cuando contaba con ayuda durante la crianza de mis hijos y me abocaba a otros menesteres. Casi la fui olvidando…
Hasta que descubrí, años más tarde, una faceta que le cambió la jerarquía y trascendencia a esa labor. Fue cuando tomé la posta en la preparación del ajuar para mi primera nieta, Catalina. Ya era en otro jardín y con otro entorno.
Varios días me llevó juntar y clasificar las pequeñas prendas, casi todas a estrenar y alguna que otra heredada. Elegía los días soleados, cerca del mediodía, para realizar el lavado. Disfrutaba al colgar una a una cada batita, media o pelele. Los rebozos, las toallas y las sábanas. Ya no tenía necesidad de recurrir al banquito. Mi imaginación no dejaba de sorprenderme con escenas entrañables de futuros mimos y risas compartidas, que se asomaban sin pedir permiso en mi horizonte cercano. Igual que las agujas góticas de la iglesia de los Carmelitas…
He tenido la suerte de poder reiterar y disfrutar este gesto en varias oportunidades. En forma sucesiva los ajuares de Pilar, Ginebra, Amalia, Isabel, Francisca y Felipe se fueron turnando en esas mismas cuerdas, acumulando solcito, en un jardín más pequeño que el del hogar de mi infancia.
Lo que se repetía cada vez era el testimonio silente de un añoso tilo, que se esforzaba en desprender su aroma intenso, perfumar cada prenda y devolverme a la vieja casona del Prado. En un corto tiempo el ajuar de Ramón correrá la misma suerte…
La vida me fue enseñando, casi sin darme cuenta, que las cosas más simples, si se hacen con amor, transforman la existencia. Nuestras cuerdas de siempre, chatas y hasta aburridas, se pueblan con nuevos ajuares. Nuevas historias. Nuevos sueños.
Y el sol sigue brillando.
Matilde Canabal Vilaró
PS: Ramón nació hace unos días… Felicitaciones a toda la familia y un abrazo a la abuela autora.
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