top of page
Buscar
Foto del escritorClaudia Maiocchi

Marie Noël

Tras una extensa y fructífera carrera como psicóloga y docente, en especial en el ámbito hospitalario de la Obstetricia, Cristina "Coca" Terra trabajó con médicos, pacientes y otros profesionales; publicó papers y un libro sobre el duelo propio de la muerte neonatal. Ahora, jubilada, esta madre de tres y abuela de varios más disfruta de la decoración, el paisajismo y el contacto humano con amigos y familia. Sus intervenciones en el TEV han sido siempre motivo de gozo y alegría. En este texto comparte el homenaje a una vieja y querida amiga.


“Vivimos en la cultura del envase

y se desprecia el contenido.”

Eduardo Galeano


—Voy a tener que poner un candado a la heladera, Marie Noël, así te vas a poder controlar un poco —dijo Tina, su madre, con un tono suave, pero frío y distante. 

Ella no le contestó. Nos fuimos al jardín y allí, casi riendo, soltó su frase de cabecera:  

—¡No te pierdas! Heladera cerrada… kiosco abierto.


Marie Noël eran la más chica de cuatro hermanos, había nacido el día de Navidad, y Tina, siempre muy afrancesada, le puso Noël (así, con diéresis) en reconocimiento a la fecha sagrada. Fue un regalo, le decían, aunque tal vez no el que Tina hubiera querido: así, tan parecida físicamente a su padre, Pisa. ¡Si hasta parecía una torre de tan robusta!

 

En verano siempre se mudaban de la quinta de la abuela materna en 8 de octubre, a Carrasco. Era una casa estilo español, enorme, llena de azulejos con pisos de mosaico blanco y negro, casi como un museo de muebles y objetos que venían de varias generaciones y la hacían muy valiosa, aunque poco amigable.


 

Sus padres casi nunca estaban. Durante el día, Tina salía con amistades y él, Pisa, se iba a su trabajo en el centro. Parecía no haber mucho diálogo: ella se mostraba muy fría y él correcto, pero de pocas palabras.

 

Desde que la conocí en el colegio a los siete años, siempre fue enorme. Tenía una caja torácica muy, muy grande; parecía un robot de esos que dibujan los niños, rectangular y abultado.




Las extremidades muy largas, con dedos también largos. Su cara era, sin embargo, agradable.  Nariz pequeña, ojos color almendra, bastante grandes y expresivos. Su padre en pinta.

 

Las monjas del colegio la sentaron a mi lado, y ella me mandaba todos los días una estampita con dedicatoria, hasta que un día yo quise cambiarme al lado de otra amiga, y eso me lo cobró de por vida, pero a su manera:

—No te pierdas, que quiere más a Mercedes que a mí —se quejaba a quien quisiera escucharla.

 

Inteligencia le sobraba, captaba enseguida todo, con una precisión aguda, fuera de lo común. Perezosa para estudiar, una leída a último momento y aprobaba. Una memoria prodigiosa, grababa en seguida lo que le interesaba.

 

Desde ya, los deportes no eran lo de ella.

Pero era capaz de bailar flamenco como la mejor bailaora española, con todo el sentimiento a flor de piel. Le gustaba el show, lo disfrutaba.



Nos encantaba aprendernos de memoria algunos poemas tanto en inglés como en español, y los recitábamos a dúo.

 

Era raro verla enojada, parecía como que se tragaba todo, no sólo la comida… Jamás hablaba de sus problemas. Estaba como blindada.

Parecería no estar permitido o resultar de mala educación sacar los trapitos al sol: todo quedaba dentro de ella.  Una madeja entreverada de inseguridad y angustia por miedo a que la dejaran sola.

 

Pero había algo que afloraba de ese mundo interior tan lleno de inseguridad y miedos que no podía controlar: su tartamudez. Siempre había sido tartamuda, y cuanto más nerviosa, empeoraba.

 

Una tarde estábamos en el anfiteatro del Hospital de Clínicas en clase de Psicología, y casi al final, ella levanta la mano:

—Yyyyyo tetenngo uuuuuna aaamimiga ttttaaartttamumuda, ¿dónnnnndde pupuueedde ccoonsusulllttaar?

—Señorita, parece que es usted la del problema. No se preocupe que la vamos a ayudar. Cuando termine la clase, hablamos.

La clase quedó en silencio; sólo una se rio, y ella me dice bajito:

—¡No te pierdas el papelón!

 

Para el canto no era buena, y como el colegio al que íbamos no estaba reglamentado, teníamos que dar todos los exámenes libres al final de cada año. Cuando llegamos a Canto Coral 1, nos toman el examen y las dos resultamos eliminadas. No sabíamos solfear. 

Buscamos a una profesora, Nora Gladys, que nos daba clases en un living diminuto: con el piano y la profe ya no quedaba lugar.  Y dale —sol, mi, sol, la, sol, fa, la, sol…

La pobre intentó enseñarnos, pero entre que no entendíamos y la manifiesta tartamudez de mi amiga, Nora Gladys se dio por vencida y nos recomendó aprender el solfeo… de memoria. ¡Y no te pierdas que salvamos!

 

En otro examen —esta vez, Dibujo— nos pusieron una naturaleza muerta.  Empezamos y al rato me muestra su trabajo:

—Eeeessstto mmamáss que natuturaleleza mumuerta pareece la ciudddad de Nuevvva Yoork. ¡No te pierdas! —Y no podíamos parar de reír.

 

En las fiestas no tenía mucha suerte, y no la sacaban a bailar casi nunca.

Una noche se acerca a unos novios amigos y les dice:

—¡Ustetedes nno ccccueeeenttten moneneditas delalante dde los popobres ¡No tttte pipieeerdas queee esstoy pplaplanchannndo!!!

 

No paró de hacer intentos para vencer la tartamudez.

Soñaba con hacer teatro y, después de tomar varias clases, se presenta para el examen con un bastón que le hacían usar para marcar el ritmo y no tartamudear. Le hicieron la prueba, pero no hubo bastón que alcanzara para lograr una frase de corrido.

La felicitaron por su esfuerzo, pero no iba a resultar posible….

 

Nos hacía reír mucho con sus cuentos, por más que ya los conocíamos todos. Aunque un payaso también nos puede hacer reír, Marie Noël iba más allá: era capaz de plantear la situación de una manera genial. Hasta a ella misma se ridiculizaba. Era a través de ese humor que nos contaba cómo se sentía en situaciones en que resultaba invariablemente perdedora.

 

Un día un amigo le propone ir a Córdoba durante Semana Santa, a dirigir a un grupo de turistas.

—Pero yo nununca pisé Ccocórdoba.

—Eso no importa, vas a ver que te va a ir bien.

Y así como así se subió al ómnibus.

Había que repartir el almuerzo, cuenta cuántos packs hay y alcanzaban sin problemas.

El viaje era largo, pero iba saliendo todo bien.

Cuando llegan a Córdoba, ella anuncia —siempre tartamudeando un poco:

—Después de todo estas horas, me imagino las ganas que tetendrán de llegar al Gran Hotel Viceroy, reciclado todo a nuevo para recibirnos.

Un enorme cartel escrito a mano decía “HOTEL VICEROY EN REPARACIÓN”.



—¡No puede ser! —se quejaban los turistas. 

Buscaron otro hotel y recién después de tres horas encontraron uno…Luego cada uno iría a comer por su cuenta esa noche.

 

A la mañana siguiente, desayuno y salen a recorrer una ciudad que la guía desconocía…

—Aaaacá  vveven la Plaaza Princicipal, disfruten de esos árboles. Creo que la hicieron en homenaje al Gral. Sasan Martín…

Y así siguió el viaje por cuatro días más.

Ya de vuelta hacia Colonia, Marie Noël cuenta en la heladera cuántos packs de comida quedaban y se da cuenta de que faltaban cinco. Entonces divide con dos señoras los panes. El ambiente estaba cada vez más caldeado.

 

Al llegar a Colonia, donde debían tomar otro coche a Montevideo, se da cuenta de que los pasajes no sirven:  estaban mal marcados, y no se los aceptaban.

Ella dice que hay que esperar y cuando ya sentía que la iban a linchar, se encamina a otra puerta, donde un alemán le empieza a gritar:

—¡Usted es una I D I O T A!

Ella se sube a un ómnibus y los abandona.

Siempre se metía en situaciones donde quedaba como perdedora, pero lo contaba con esa exageración que la caracterizaba. Y nos hacía reír. 

 

También en el festejo de un cumpleaños de ella, en plena noche de verano, nos dice que a la fiesta vino un militar de la aeronáutica que ofrecía llevarnos a Río de Janeiro en un Fairchild del ejército.



—¡No te pierdas, mirá lo que conseguí!

Por supuesto, aceptamos.

Y llegó el día de partida, muy emocionadas todas. Pero cuando subimos al avión, como era de carga, no tenía los asientos habituales, sino bancos de madera sin respaldo, atados a los costados.

No pudimos parar de reírnos durante las tres horas que duró el viaje:

—¡No te pierdas! ¡Mirá cómo vamos!  Pero con ella imaginándose todo lo que nos podía pasar, sólo nos podíamos reír y nos olvidamos de la situación real. Ella era así… Resultó un viaje único.

 

Luego seguimos a Bahía, en ómnibus, una cantidad de horas, con cuatro niños que viajaban con sus padres. Ante la falta de refrigeración y el griterío de los niños, la gordita se despacha:

—¡Esto es la propia Pequeñópolis!

 

Tomamos un taxi para ir a una fazenda.  Nos habían dicho que nos alojarían gratis, Rua dos Perdoes 68. Allí, tras recorrer calles empedradas y cuesta arriba, llegamos y sólo había una puerta.




—¿Pero no era una fazenda?  Y allí le largo un ¡Yo a ti te mato!

La señora que nos abre nos dice que no tiene lugar, y nos hace subir, a Marie Noël y a mí, una escalera larguísima. Las otras quedaron abajo con las valijas.


No nos deja ni hablar y nos enseña dos duchas con las puertas como establo, una frente a la otra, para que nos higienizáramos.  Las puertas sólo nos cubrían lo esencial a Marie Noël, un poco menos. Del otro lado, yo sólo oía: ¡Yo a ti te mato! No te pierdas, ¡bañándonos en esto que parece un encierro para equinos!

 

Cuando salimos vestidas, la señora ya nos había servido un plato de feijoada con arroz a cada una.

—Pueden ir al Convento que está cerca. Allí las van a alojar.

Al llegar nos pareció muy antiguo. Nos recibe una monja. Marie Noel se nos adelanta y suelta:

—Nos mininas do povo, nao teín tutú —mientras hacía el gesto de dinero con la mano, y ni siquiera disimulaba el Rolex que contradecía lo dicho.

La monja nos llevó a un dormitorio enorme con unas cien camas. Al fondo había como un diminuto establo con cuatro camitas con colchón de paja.

—¡Un establo!  Y yo que me imaginaba en la piscina de la fazenda…. ¡Yo a ti te mato, seguro!



Esa misma tarde fuimos a la iglesia de San Antonio a rogar por un novio. El santo resultó bien cumplidor. ¡A tres de nosotras nos lo consiguió! A Soledad no le salió tan bien —habrá rezado mal, seguro—.

Pero la sorpresa vino cuando a eso de las 10 empiezan a entrar a aquel dormitorio una cantidad de mujeres jóvenes, ¡eran un montón!  

—Seguro son presas que viven acá …  ¡Nos van a desvalijar! —sentenció Marie Noël.

Nadie pudo dormir, con esa paja que no amortiguaba y las gotas que nos empezaron a caer por el techo a medianoche… ¡Desastre completo! ¿Onde sta a sua

fazenda  senhora? ¿Ehhh?

 

Una mañana decidimos hacer autostop. Nos paramos en fila y la primera hace señas.

Cuando le toca el turno a ella, enseguida para un auto verde loro, diminuto, con un hombre que era pura nariz:

—Eu adorei di voce —le dice mirándola a los ojos, y le pide que se siente adelante.

—¿Vieron que no usó el plural? Obvio que paró por mí, ustedes van a ir atrás, como buenas planchonas que son…

 

Cuando volvimos de ese viaje, la promesa de Santo Antonio estaba en el aire.

Ella había adelgazado muchísimo y se la veía increíble.  Para un casamiento se había puesto un vestido rosado con capelina al tono: ¡nunca la habíamos visto así, tan femenina y elegante!

Y fue allí que conoció a Donald, un hijo de escoceses, divorciado con una hija.

—¡Vieron?  ¡Se muere por mí!

Y ese mismo año Marie Noël se casó.

Se fue a vivir a Young, en el interior, tuvieron tres hijos.

Ella trabajaba en el Hospital como honoraria.

Todas las pacientes querían hablar con ella, con esa empatía que tenía, y ese humor que les hacía olvidar las penas.




De aquella Marie Noël perdedora, con un cuerpo tan difícil, insegura, llena de miedos y además tartamuda, hubo algo que la salvó. Algunos pensarán que fue San Antonio, pero yo sé que fue su sentido del humor.

Todo un arte en la vida que nos regala aún hoy, cada vez que la recordamos.

 


Cristina “Coca” Terra – Montevideo, Uruguay

Ilustraciones: Pinturas: Museo Botero, Bogotá, Colombia.

3 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Anónimos

La (otra) Maga

Comments


bottom of page