Uno de varios relatos breves nacidos de "Pueblito de recuerdos", ejercicio de evocación emocional del que surgen historias reales, ficticias o "mixtas", como suele suceder con los recuerdos que la memoria edita. Gracias, Lucila Artagaveytia, por compartir tu trabajo.
– Si me dejás pegarte una cachetada, te regalo este barquillo.
El patio del colegio rebosa durante el recreo de las tres y media, hora de la merienda. El bazar abre a esa hora. Nunca tengo plata para comprar nada, Marta se ha acercado sigilosa y me mira fijo con su clásica sonrisa torcida de patotera. Es a mí a quien se dirige. No puedo hacerme la que no escuché. El barquillo se me aparece enorme, crujiente. Repleto de relleno cremoso. Se me hace agua a la boca. Las chicas que me acompañan disimulan la excitación y miran hacia otro lado. Por suerte, no son demasiadas.
¿Por qué Marta me tortura de esa manera? Junto con Elina y Rosina me someten a continuas burlas. Las tres ya tienen casi quince y yo, apenas once. Soy muy amiga de Marcela, una hermana de Marta, que comparte mi clase. Antes pasaba seguido en su casa. Ya no.
Hace unos días, el 19 de junio, fecha patria, yo recitaba en el salón de actos un poema que había compuesto sobre Artigas. Las tres se sentaron justo detrás de mí. Pronto se percataron de que todas las estrofas comenzaban igual: “Artigas ¿Quién es Artigas?”. Entonces se me adelantaban y lo decían ellas con voz burlona. No muy potente, no fuera que las monjas escucharan. Yo sí. Y no podía cambiar los versos sobre la marcha. Para colmo, tenía un agujerito en uno de los dedos de los guantes blancos: tuve que declamar con los puños cerrados.
– A ti te estoy hablando, ¿me escuchás? Te digo que si me dejás pegarte una cachetada, te regalo este barquillo…
¡Qué hija de su madre! Lo que merece es que la mande al infierno. Que deje de molestarme, si no quiere que el moquete se lo pegue yo. Estoy harta de ella, de Elina y de Rosina.
– Bueno –me escucho responder. No puedo creer lo que digo y oigo.
Varias chicas observan en silencio mientras tiene lugar la transacción.
– Viste, ja ja, ahora tengo el barquillo, que es lo que quería. Además, no me dolió nada.
Es una idiota y una malvada. ¿Por qué mis ojos se desbordan ahora? No fue tan horrible lo que pasó. ¿O sí?
Muerta de hambre. Patética. Me humillé en forma imperdonable. Por un maldito barquillo de chocolate. Ojalá no lo cuenten. Yo, con nadie lo pienso comentar. Mañana me olvido y ya está.
Eso: me olvido, me olvido, me olvido…
Lucila Artagaveytia Profesora de Historia - Montevideo, Uruguay
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