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Foto del escritorClaudia Maiocchi

Viejo Lobo

En el marco de la consigna "Mi personaje inolvidable", Carlos Crispo Capurro nos brinda su visión intimista y única de una personalidad reconocida a nivel mundial.


Con apenas diecinueve años, me encuentro en la residencia privada del artista Carlos Páez Vilaró. Espero a mi hermana Ivana, que está siendo entrevistada por un posible trabajo en la galería de Casapueblo.


Todo es exuberante: la arquitectura, la vista de ese inmenso mar azul y un lejano fondo de sierras. Me llama la atención un mural de bronce sobre la estufa, que muestra contrastantes imágenes del sol, una ballena, estrellas y otros jeroglíficos, grabados a golpes de martillo. Unos escalones más arriba, veo su estudio: cuadros a medio pintar, pomos de óleo, acrílicos y varios pinceles encajados en jarros de cerámica.

De pronto aparece el artista en persona. Muy bronceado, con esa cara risueña, medio aniñada. Luce varios colgantes en el cuello, una pulsera de pelos de elefante que contrasta con su Rolex en la muñeca izquierda.




Me saluda:

–¿Qué tal, tocayo?... –se ve que Ivana le dijo mi nombre. –Te cuento que tu hermana consiguió el trabajo y la están instalando en la habitación. Vení, vamos a sentarnos afuera, que está muy lindo ¿Querés una cerveza?

–Sí ¿por qué no?

–Conozco a tu familia, pero contame un poco de vos. ¿Qué hacés, qué estudiás?

–Electrónica. También juego rugby y toco la guitarra. Me gusta mucho Vinicius. Sé que estuvo viviendo contigo… Pero me maravilla tu casa. ¿Cómo se te ocurrió construir esto?

–Es una larga historia. Cuando llegamos no había nada, solo algunas víboras, lagartijas y conejos. Armamos una casilla de madera y chapa que bautizamos “La Hermandad de la Casilla de Lata”. Luego construimos un chalet donde nos mudamos con Madelón y los chicos.

–¿Pero dónde? ¿Aquí mismo?

–Sí un día le declaré la guerra a las líneas rectas y a la plomada. Con la ayuda de pescadores y obreros lugareños, comenzamos a darle forma a las paredes, amasadas con concepto de horno de pan. Como un homenaje a la mujer, centro de toda mi obra, mi casa fue tomando sus formas hasta llegar a esta escultura viviente.




Sus ensayados relatos suenan más bien poéticos. Junto coraje y saco otro tema:

–Vi por ahí unas fotos en las que estás con Picasso y Brigitte, ¿cómo los conociste?

–He viajado por muchas partes donde conocí gente... Ahí estoy también con Albert Schweitzer, a quien visité en el leprosario de Lambarene…

Así, poco a poco va pasando la tarde y los relatos no cesan. Sentados bajo un alero de blancas cañas de bambú, mientras el cielo se enrojece con colores de atardecer.

De pronto me propone:

–¿Qué te parece si bajamos por el acantilado a zambullirnos? Así le hacemos un homenaje de despedida al sol.

Acepto entusiasmado. No lo puedo creer…

Minutos más tarde descendemos entre las piedras. Carlos se zambulle desde unos tres metros, yo lo sigo y nadamos por un canal entre rocas hacia el sol, que toca el horizonte y se sumerge.

La tarde me resulta inolvidable. Crecen mi admiración y simpatía por este personaje, que hasta ahora solo vi en la prensa y la televisión.

No podía saberlo en ese momento, pero nuestra amistad llegaría lejos.


*

Diez meses más tarde, la noche del 13 de octubre de 1972, recibimos la noticia de que el avión en el que viajaban mis amigos, los rugbistas del Christian, no había llegado a destino. Sin jugar en el plantel, Carlos Miguel, hijo de Páez Vilaró, formaba parte de la comitiva. Esa misma noche su padre decide viajar a Santiago de Chile.

Se trata del comienzo de un largo periplo; la penosa historia nos llega por retazos día a día, a través de noticieros, radioaficionados, la prensa, rumores y conversaciones con amigos.

El proceso se torna muy largo: las depresiones resultan inevitables. Muchos padres pierden las esperanzas y vuelven a Uruguay.


Sin embargo, Carlos, continúa como brazo ejecutor de la búsqueda: parapsicólogos le comunican sus visiones; se asocia con pilotos civiles y militares, con arrieros y mineros. Intenta llegar a la ubicación que describe la última visión que le trasmiten.

También se apoya en boy-scouts y en deportistas, quienes por su parte organizan expediciones complementarias. Los chilenos lo llamaban “el padre loco que busca al cabro que se perdió en la montaña”.




El 21 de diciembre, agotado y desanimado, decide volver a pasar Navidad con sus hijas. Les compra un perrito, lo esconde en un bolso. Justo cuando está subiendo al BOEING 707 de Aerolíneas Argentinas, escucha por los altavoces: “Detengan a Carlos Páez Vilaró”.

Siente que se le paraliza el corazón, piensa: Quizás se dieron cuenta de que escondí al cachorro. Mientras regresa en dirección al aeropuerto, le informan que lo llama por teléfono el coronel Donoso, con quien había estado sobrevolando los Andes.

Continúa la interminable caminata hasta el teléfono, ubicado en un escritorio al fondo del aeropuerto:

–Hola, Don Carlos – le dice afablemente el coronel.

Carlos respira hondo, recupera el aliento.

–¡Hola, coronel! ¡Qué alegría escucharlo!

–Quería agradecerle mucho las flores que nos envió.

–No tiene por qué. Es lo menos que podía hacer. ¿Sabe que me sorprendió a punto de partir? El avión está esperando por mí.

–Perdóneme el atraso que le causo, Don Carlos. Pensé que ha buscado tanto tiempo a los muchachos, que le gustaría venir conmigo a encontrarse con ellos…

El bolso con el cachorro cae al suelo, la conversación continúa mientras su corazón late acelerado y su cabeza se aturde. El coronel trata de calmarlo, pero en un momento Carlos lo interrumpe:

–Ya mismo parto para ahí - exclama.

El tubo queda colgando del cable.

Antes de salir hacia San Fernando, Carlos comunica la noticia a los familiares en Uruguay. Algunos padres y la madre de Carlos Miguel deciden de inmediato trasladarse a Santiago de Chile.

Al enterarme que había sobrevivientes, corro desde el Club de Golf hasta casa y me pego a la TV como el resto del mundo.

Un viaje fiado en taxi lleva a Carlitos hasta San Fernando. En el destacamento le entregan la lista de sobrevivientes tipeada en una vieja máquina de escribir. Los medios de Montevideo lo presionan para que él mismo la lea al aire. La incertidumbre estruja su pecho, el mundo se detiene y escucha atento cada nombre, que repite dos veces:

Eduardo Strauch, Eduardo Strauch / Antonio Vizintin, Antonio Vizintin/ Álvaro Mangino, (…) / Daniel Fernández (…)

El quinto nombre de la lista nubla los ojos del artista: Carlos Miguel Páez Rodríguez.

Mi hijo, grita. ¡Mi hijo vive! La garganta se le anuda al confirmar lo que ha creído durante toda la búsqueda.

Consciente que hay padres felices, exultantes de alegría, mientras que otros están atravesando el momento más triste de su vida, tras una pausa breve se sobrepone y continúa leyendo hasta nombrar a los dieciséis. Vuelve a leer la lista completa. Pausadamente, de principio a fin.



*


Pasan un par de años. En noviembre de 1974 rindo mis últimos exámenes de Electrónica. Con mucho trabajo y dedicación, he logrado armar un lote de amplificadores estéreo que poco a poco estoy vendiendo. Los equipos constan de cajas de madera lustrada a muñeca, tienen un frente de acrílico negro, las perillas plateadas y el logo que diseñó mi tío Tato, estampado junto a la marca “Caracola” con letras blancas, en el ángulo inferior izquierdo.


Una tarde de diciembre voy a Punta del Este a entregar un amplificador y decido visitar Casapueblo. Me hacen pasar al estudio, donde encuentro a Carlos pintando:

–¿Qué haces, Carlitos? Activo como siempre – lo saludo.

–Acá estamos. Preparando la temporada. Vos sabés que siempre hay que estar creando. Y vos, ¿en qué andás? ¿Qué novedades tenés?

–Terminé los estudios. Me estoy preparando para irme de viaje con unos amigos.

–¡Qué bueno! Arrancás la aventura que venías planeando. ¿Para dónde vas?

–Me voy a encontrar con ellos en Ibiza.

–El Mediterráneo es maravilloso, experimentá nuevos horizontes que te van a abrir la cabeza ¿Qué dice tu viejo?

Moja la punta de la toalla en un solvente, se limpia las manos y se las seca. Introduce el pincel en el frasco con solvente y lo deja reposar.

–Pobre, tanto mamá como él, están muy apenados. Hacen todo lo posible para que no me vaya. Ya se fueron los otros seis. Quedo yo solo con ellos.

–Me imagino, es muy duro ver partir a los hijos. ¿Cuánto tiempo te vas?

–Bueno, depende. Ahora estoy vendiendo unos equipos que hice para costearme el viaje. Pero no sé, por lo pronto saco pasaje solo de ida.

–¿Qué equipos hiciste?

–Diez amplificadores que estoy vendiendo muy bien: solo me quedan tres. Mis padres, a pesar del dolor que les causa la partida, me van a comprar uno que voy a adaptar dentro de un viejo combinado Philco.

–¿Ah sí? Me gustaría verlos...

Justo tengo uno en el baúl. Vamos hasta el auto, mira detenidamente el equipo y me dice con una sonrisa:

–¡Pero está muy lindo! Te esmeraste con los detalles de diseño. Te cuento que necesito resolver el tema del sonido en la galería… Se me quemó un equipo brasilero. ¿Cuánto salen?

–Trescientos cincuenta dólares.

–Mirá, llegaste justo, yo estoy demasiado ocupado. Tengo un grabador a cinta, un pasacasete y una bandeja tocadiscos. No sé en qué estado están, además hay que reparar los sistemas de parlantes. ¿Podés encargarte?

¡Yo no lo puedo creer, es como un sueño! No solo me está comprando el amplificador, sino que me ofrece contratarme para que le repare lo necesario y deje todo funcionando.

–Me estás jodiendo, ¿es en serio?

–Por supuesto. Te quedas el tiempo que sea necesario y me haces el trabajo. Te voy a presentar al muchacho que se encarga del mantenimiento, para que te dé una mano en lo que necesites. Confío en vos.

–¡Dalo por hecho!


El proyecto lleva aproximadamente diez días de trabajo en los que aprendo lo duras que son las paredes de Casapueblo: solo aceptan clavos de acero y mucho martillo.

Esa primera estadía en el lugar me deja marcado. Vivir con esa belleza implica mucho más que solo visitarla al atardecer. Conozco a la gente involucrada en el funcionamiento de la organización.

Apenas puedo, prendo el equipo y la música invade el atelier. Carlos se acerca al sentir la música y me dice: Caracola, ¡ahora estamos prontos para recibir a los visitantes!

La marca de los amplificadores se convierte en mi apodo. Carlos en la mayor fuente de ingresos para costear mi viaje. Y nuestras charlas, en un significativo apoyo moral para mi partida. Me contagia su audacia.


*

Por fin parto en mi viaje soñado. La primera escala es Washington DC, donde viven dos de mis hermanos. Necesito ir costeando cada tramo y a los pocos días consigo un trabajo transitorio, como guardia de seguridad durante la Asamblea General de la OEA.


El segundo día, me mandan al edificio de la Administración por un túnel en cuyas paredes descubro un largo mural pintado por Carlos Páez Vilaró. Enseguida me pongo a averiguar: me transmiten que lo pintó en 1960 sin cobrar honorarios.

La obra tiene ciento sesenta y dos metros de largo, se denomina Raíces de la Paz. Está dividida en diez segmentos que representan valores: tolerancia, integración racial, solidaridad, ayuda mutua, cuidado de la salud, comprensión y cooperación técnica.


Me sorprenden una vez más su capacidad, su poder de convocatoria para conseguir que lo ayuden estudiantes de una reconocida universidad. Y que haya pintado el mural más largo del mundo en solo veintiocho días. Montado en patines.

*

Tres años más tarde yo ya recorrí Europa y Asia. Vuelvo a Washington, a trabajar en un emprendimiento con mis hermanos. El artista llega a la misma ciudad y alquila un apartamento en la zona del Kennedy Center con Verónica, su segunda mujer.

Mi hermana Cecilia es muy amiga de Verónica. Invita a Los Páez, un par de amigos y a mí a pasar el fin de semana en su apartamento de Ocean City

Verónica, apenas un par de años mayor que Agó, la hija mayor de Carlos, me cuenta que ha tenido algunas situaciones complicadas con las hermanas. Durante ese fin de semana comprobamos que la pareja no está pasando por un buen momento.

Poco tiempo después, Verónica se vuelve a Montevideo.


Carlos se sobrepone como suele hacerlo: comienza un nuevo proyecto, que denomina Casapueblo Washington Sus pinturas expresan su dolor con colores vívidos. Luego del trabajo, paso a acompañarlo y darle una mano en lo que pueda.

Se hace evidente que Verónica no planea volver. Una noche lo convenzo de ir a cenar a Au Pied de Cochon, una brasserie francesa muy animada, frente a mi apartamento en Georgetown.

Terminamos armando una mesa de seis con Rulo, un amigo uruguayo, y otras amigas que invito. La conversación se va amenizando a medida que avanza la noche.

En un par de oportunidades pesco a Carlos lanzando miradas conquistadoras a una de las chicas y con espontaneidad le digo:

–Ah, Carlitos, ¡sos un viejo Lobo!

Las carcajadas irrumpen la mesa que, luego de haber roto el hielo, se pone cada vez más entretenida.

Cuando traen el postre, me susurra:

–Llamá al dueño

Yo conozco al francés Ives, dueño del lugar, y lo voy a buscar. Mientras tanto, Carlos pide que le traigan un plato blanco ovalado, igual al que usaron para servir el pescado.

En camino hacia la mesa, le cuento a Ives de Carlos: es un pintor famoso y quiere conocerte.

Luego de saludarlo en francés, Carlos saca un Dry Pen negro del bolsillo y dibuja con trazos firmes un pescado en el plato y lo firma. Del lado de atrás escribe una dedicatoria y se lo regala a Ives.

Cuando pedimos la cuenta, nos dicen que invita la casa.

A partir de aquella noche comencé a llamarlo Viejo Lobo. El siguió llamándome Caracola.




*

Washington es una ciudad maravillosa: sus parques, su arquitectura, los suntuosos monumentos y avenidas. Mis hermanos y amigos que me han acompañado… Pero necesito algo substancial para mí, que es el mar y la playa.


Con muy poco equipaje, una noche me despido y parto en auto desde au Pied de Cochon hacia Los Ángeles, con la idea de recomenzar mi vida una vez más.

Por años continuamos comunicándonos por carta con mi amigo el artista.

A poco tiempo de casarme, visito Uruguay. Carlos nos invita a su casa y pasamos días inolvidables. Con sus huéspedes las tertulias se extienden hasta la madrugada. Tempranito a las seis se lo ve incansable en su estudio, entre cigarrillos y bebida, pintando en los pocos momentos en que puede disfrutar en soledad.

Carlos Miguel, el sobreviviente, maneja un restaurante muy lindo dentro de Casapueblo, pero el alcohol, las pastillas y las drogas se han ido apoderando de su voluntad, En la intimidad, su padre me encomienda una de las únicas tareas que no puedo cumplir: que ayude a su hijo a salir de ese laberinto.

*

En 1985 vuelvo de vacaciones. Con motivo de la celebración de los veinticinco años de Casapueblo, Carlos invita a que los barcos anclen justo enfrente, a través del Yacht Club. A parapentistas que se lancen del acantilado y le disputen un poco de cielo a las gaviotas. Yo organizo una regata de windsurf con cientos de navegantes. Al atardecer pasamos frente a la fiesta agregando color y movimiento al paisaje.

Suena la música que amplifica Caracola, cientos de invitados se acomodan donde pueden: jardín, corredores, escaleras, arriba de las paredes. El sol se pone rojo de vergüenza antes de abandonarnos en esta tarde especial. Carlos recuerda historias, agradece a todos por estar presentes y despide a nuestra estrella.

En el momento que el sol toca el horizonte suenan estrepitosas bocinas al unísono, barcos veleros, goletas y cruceros, anclados frente al festivo panorama.

*

Los años siguientes ocurren muchos cambios. Casapueblo se transforma en un enorme hotel que atrae cantidad de huéspedes y visitantes. Carlos se casa por tercera vez, con Anette, con quien tiene tres hijos más. Nuestros encuentros se van distanciando y duran menos tiempo.

Lo encuentro en un restaurante en Portezuelo, yo voy directamente a saludarlo, nos damos un fuerte y cálido abrazo. Me dice:

–Caracola, tenés que venir a verme.

Su señora lo contradice y argumenta: Se tiene que cuidar.

Fue la última vez que nos vimos.

Pocos días después de participar en las llamadas de 2014, Carlos Páez Vilaró se lleva su sonrisa para siempre.



*.


En el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo se congregan familiares, sobrevivientes de Los Andes, políticos de todos los partidos, amigos, gente de diversos niveles sociales, la infaltable comparsa Morenada, músicos, artistas.

Yo, me acerco un rato y me retiro triste, silencioso.

Un día me entero de que van a honrarlo poniéndole su nombre a la carretera panorámica de Punta Ballena. Asisto a la ceremonia que se hace al atardecer. Escucho las palabras de Carlos Miguel, las de Agó. Morenada comienza a repiquetear.

Bajo la cuesta al son de los tamboriles y me trepo a la roca de aquella primera tarde.

Agradezco que me haya abierto los ojos para ver las cosas lindas de la vida.

Me zambullo. Nado hacia el sol.



Carlos Crispo Capurro Montevideo, Uruguay




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Marie Noël

La (otra) Maga

1 comentario


Rosina Crispo
Rosina Crispo
31 ene 2023

Felicitaciones a la Coordinadora de ese creativo Taller que dio nacimiento a tantos relatos intimistas... qué cercano todo lo que van poniendo en común... qué excelente modo de relatarlo. Gracias por compartirlo, quiero más producciones!

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