Escribana de profesión y lectora incansable, en este texto la uruguaya Liliana Mora utiliza la primera persona para recrear la voz y la infancia de su madre, junto con la constitución de una identidad signada por una disputa familiar sin fin. O casi.
Mi nombre es María Mercedes. Pasaron muchos años hasta que me enteré de los detalles de mi historia.
En setiembre de 1927 tenía dos meses y Ceferina, mi madre, debió viajar a Montevideo para dar los últimos exámenes y recibirse. Mis cuatro hermanos, dos varones y dos mujeres, quedaron al cuidado de papá. Yo, de Herminia, hermana soltera de mamá, que cargaba con la tarea de cuidar a perpetuidad a mi abuela Faustina. Ni pensar en casarse.
*
Vivíamos todos en Trinidad, capital de Flores, un departamento creado a fines del siglo XIX por conveniencia de un político que quería un lugar en el Parlamento Nacional.
El pueblo siempre careció de recursos. Apenas la Policía, el Hospital, la Municipalidad. Por supuesto no faltaba la Iglesia ni el Club Democrático. El lugar era inhóspito, sin fuentes ni flores —vaya paradoja— y los pocos árboles eran apenas promesas de sombras futuras.
Tampoco ofrecía demasiado a sus habitantes en materia de estudios. Sólo la carrera de Magisterio. Por eso mi madre no tuvo más remedio que estudiar para maestra, pese a la resistencia familiar y a muchos sacrificios, propios y ajenos —yo más que nadie llegaría a saberlo.
Mi tía me cuidaba con primor. Su pasión era bordar. Ahí estaba yo, una muñeca a quién adornar con encajes, puntillas y vuelos vaporosos. Desplegaba sus ansias maternales reprimidas al tiempo que colmaba de logros sus destrezas.
Mis primeros recuerdos son de mamá y la tía peleando:
—¡Qué preciosa está mi hija! ¡Ojalá no extrañe mucho cuando me la lleve! —afirmaba mamá. Herminia, con la cara transformada por la angustia, suplicaba:
—¡No, por favor, no! No la lleves. Vos estás muy ocupada. Además, yo me quedaría sola…
Pronto me di cuenta de que peleaban por mi causa. Una quería —sin demasiado fervor— regresarme a su casa, con gritos y amenazas; la otra, retenerme en el caserón de la abuela Faustina, a fuerza de ruegos y llantos. Me transformé en el botín de una batalla cada vez más encarnizada.
Tal vez mamá finalmente decidió dejarme y papá acató. Como siempre. Eso sí, él me visitaba a diario.
*
Aprendí a llamar Mamina a mi tía. No era mi mamá de verdad, pero me arropó con un cariño inmenso y exclusivo. Yo era un regalo de Dios que ella se merecía, solía repetirme. Luego se persignaba agradecida.
En aquella casa inmensa, Herminia no sólo atendía a la abuela Faustina sino a seis hermanos varones y solteros que aún vivían allí.
A mi abuela la recuerdo con vaguedad, llena de arrugas y vestida de negro. Guardaba luto por su marido, muerto en batalla, fiel seguidor de un caudillo blanco. Lo conocí por la foto recostada a la veladora en su mesa de noche. A menudo se recluía en el dormitorio. Oscuro y de techos altos, cubrían las paredes inmensos roperos con tapas de espejo. Ella fumaba cigarros que armaba con tabaco y chala. Cuando entraba a alcanzarle una tisana, veía la lucecita del cigarro reflejada en todos los espejos que la multiplicaban hasta el infinito. Una fantasía que me encantaba.
Mis tíos varones —ahora me doy cuenta—fanfarroneaban como pequeños déspotas domésticos y daban órdenes caprichosas.
Gritaban y discutían mucho entre ellos, sobre todo a la hora del almuerzo. El mayor, Jefe de Policía, imponía disciplina. Se sentaba primero a la mesa y todos lo respetaban con rigor militar. Para que nadie dudara de su autoridad, al costado del plato colocaba un revólver con empuñadura de nácar. Nunca vi que lo usara, pero igual me daba miedo.
Mamina y una empleada trajinaban todo el santo día. Desde temprano en la mañana cuando nos levantábamos hasta que se apagaba la luz del sol. Cuando crecí y pude ayudar, también yo corría del comedor a la cocina para atender a los varones.
—Traiga más pan y sal porque esto está desabrido, m´hija —yo transmitía el enojo a la cocinera y también cargaba con la responsabilidad por el error. Ligaba miradas amenazantes y despectivas.
Me encaramaba a un banquito para llegar al fregadero y lavaba los trastos de cocina.
Hacía mil viajes hasta el almacén de la esquina a comprar tabaco para los tíos o víveres y barras de jabón para la casa. Esa tarea me gustaba. Cada tanto recibía caramelos que sin duda merecía. Eran un regalo de Dios por portarme bien. Me persignaba.
Recuerdo con claridad cuando terminé la escuela. Mamá pretendía que cursara el Liceo y la tía que aprendiera un oficio femenino en la Escuela Industrial. ¿Qué hacer?
A René, mi hermano mayor, se le ocurrió acompañarme de mañana a la Escuela de Oficios y de tarde, al Liceo. No le diríamos nada a Mamina. Así se zanjó el conflicto. Por un tiempo.
A diario, me recogía de casa y antes de entrar al Liceo, a las apuradas, me ponía una túnica ajada que ocultábamos junto con cuadernos y libros.
—No me gusta esta túnica. Se van a dar cuenta. Y ¿cuándo voy a estudiar? —yo refunfuñaba, pero igual obedecía. Como de costumbre.
De mañana clases de bordado, corte y confección, cocina. De tarde idioma español, matemáticas, historia…
¡Qué martirio!
La farsa no podía durar. Imposible cumplir con las tareas en la casa, los deberes del Liceo, simular que cosía y bordaba cuando era torpe y detestaba hacerlo. Sobre todo, me cansaba disimular, fingir... A solas, con la cara hundida en la almohada, lloraba bajito.
Un día Mamina nos siguió…
Al regresar por la tarde la encontramos desconsolada y furiosa. Nos acusó de mentirosos. Levantaba los puños amenazando con todos los castigos terrenales y divinos de su repertorio. De tan asustados, corrimos a la casa paterna. Mis otros hermanos —que no entendían mucho— por diversión y de paso para burlarse de la tía, me convencieron de cortarme las trenzas que Mamina cuidaba con esmero.
Era un juego, ¿no? Además, daba demasiado trabajo peinar el pelo tan largo. Ninguna compañera del Liceo usaba trenzas.
La tía llegó desesperada. A rescatarme, supongo.
Cuando las vio, se abalanzó sobre las trenzas colgadas en un estante. Las besó llorando y la cara le quedó negra. ¡Las habían ensuciado con hollín!
—¡Parece una mona! —gritaban mis hermanos detrás de la puerta y se revolcaban de risa. Yo también me reí.
En verdad me dio un poco de pena, pero estar con mis hermanos era más divertido que ser su princesa en un mundo de mayores.
¿Así era una familia de verdad?
Por fin me quedé.
El episodio de las trenzas dejó secuelas. Herminia tardó en superar la ofensa.
Con el tiempo volvió la concordia a la familia. No era mi mamá, pero seguía siendo Mamina.
*
Con algunos tropiezos, inicié una nueva vida. El mundo en el que renací era entrañable, aunque más complicado. La convivencia no fue fácil.
Mis hermanas Alba y Emilia eran casi señoritas, con los gustos y temas propios de la edad, por completo desconocidos para mí.
Mamina devolvió sólo algunas de mis pertenencias infantiles. Por cierto, no toda la ropa: su sesgo de mezquindad se tomó una pequeña revancha. No me importó demasiado. Total, era ropa de nena.
Mis hermanas y yo nos volvimos compinches. Me prestaron vestidos y abrigos y pude escuchar conversaciones nocturnas sobre noviecitos y amores juveniles.
Tanto cariño recibí que pronto se completó nuestro amor de hermanos. Me ha rodeado desde entonces.
Papá y René, en particular, siempre acompañaron de cerca mi nueva aventura.
Compartimos todo, incluso lo que había aprendido de mi generosa y abandonada tía solterona, de su entrega y abnegación.
*
Hasta aquí, he tomado prestada tu voz, mamá.
Imaginé que te gustaría volver a contar la historia…
*
Hasta el final de la vida, Mercedes se convirtió en el nexo afectivo que mantuvo unida a la familia, sin quejas ni resentimientos. Escribía cartas, hacía llamadas telefónicas, visitas. Recordaba cada aniversario y prestaba paciente atención a cuantas buenas noticias o aflicciones conmovieran a los suyos. Su bondad la resguardó de la ingratitud del olvido. Aún hoy, la recuerdan quienes la conocieron.
Si encontró la felicidad al recobrar los retazos perdidos de su infancia y disculpar la injusticia, la amargura de su historia se habría desvanecido para siempre...
En todo caso, las huellas del pasado jamás agitaron la calma profunda y transparente de sus ojos verdes.
Liliana Mora - Montevideo, Uruguay
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